La Pascua es momento de celebrar la esperanza, pero, a la vez, nos confronta con el silencio de Dios. Conmemoramos su «paso» por la historia. Sin embargo, se trata de un paso silencioso, como de puntillas, como suele suceder en la vida de cada uno. El propio Cristo sufrió este silencio. En Getsemaní, el Padre parece no atender a su ruego. Y en el Gólgota, tampoco parece dispuesto a escuchar su clamor: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
El Sábado Santo, el silencio se vuelve más denso. Nos evoca al Creador que en seis días realiza su obra y el séptimo descansa. La historia de la humanidad no deja de ser un largo sábado en el que Dios ya no está, se esconde, o, simplemente, calla.
O, tal vez, no le oímos porque, distraídos con nuestras expectativas, no le prestamos atención. Los judíos ansiaban la llegada de un Mesías victorioso. Los apóstoles pretendían ocupar puestos relevantes en un Reino que se había de implantar. Un ladrón desesperado reclamaba a su compañero de infortunio que, si era realmente quien decía ser, le rescatara de tan cruel tormento. Unos y otros se sintieron defraudados por un Jesús colgado en una cruz.
El primer día de la semana, de madrugada, unas mujeres acudieron a una tumba para cuidar de un cuerpo sin vida. Quedaron desconcertadas. Ante el sepulcro vacío optaron por creer que unos malhechores habían robado el cadáver. Era la hipótesis más plausible. Y unos discípulos, de camino a Emaús, le confesaron a un forastero su profunda decepción; no se habían cumplido sus legítimas expectativas.
Nuestra fantasía suele inventar el futuro. A veces lo hace para aliviar la angustia generada por la incertidumbre. No obstante, los hechos suelen desbaratar nuestros planes. Al desmoronarse el castillo de naipes, quedamos a merced del desencanto.
Ahora bien, la esperanza cristiana no se fundamenta en la capacidad de prever el devenir de los acontecimientos. Es como la fuerza que nos inunda cuando confiamos en un ser querido. Pase lo que pase estará con nosotros, aunque, a veces, guarde silencio. La conversión implica superar el consuelo pasajero de las expectativas para aprender a confiar a ciegas, como hacen los buenos amigos, incluso cuando escasean las dosis de optimismo.