Hemos visto atónitos cómo el Capitolio era asaltado por partidarios de Donald Trump, y, como si de una revuelta juvenil se tratara, profanaban así uno de los símbolos de la democracia contemporánea. Unas imágenes que pasarán a la Historia, y que en principio nos impactan más por ocurrir en el país más rico, blindado y poderoso del mundo. Y si aquello pasa allí, qué puede pasar en la vieja Europa donde el populismo aporrea la puerta o en otras regiones donde la democracia es tan joven como frágil.

Estas imágenes nos pueden doler, escandalizar y preocupar, sin embargo creo que no nos pueden sorprender. Desde hace meses la negación de la derrota ha sido una constante al otro lado del charco. La violencia explota con las armas, pero comienza mucho antes, en el momento en el que los políticos contaminan el ambiente cuando gritan más que hablan, insultan más que escuchan y provocan más que reflexionan. Y es que con una pequeña chispa se puede producir una gran explosión. Tan solo se necesita un puñado de idiotas incapaces de contener su agresividad para convertir tanto odio verbal en violencia física, y en esto último no somos tan distintos de los estadounidenses.

Y sí, la democracia –que logra contener la violencia– puede caer en desgracia, como pasó en Europa hace menos de un siglo y ocurre ahora en tantos lugares del mundo. No es perfecta, eso está claro, pero requiere un fuerte ejercicio de responsabilidad que va desde la elección de nuestros gobernantes a la aceptación de las normas, a cómo nos informamos y hasta los tuits que publicamos. Ojalá esto nos recuerde que los extremismos no ayudan y que no vale solo con curar la quemadura, seguramente sea mejor dejar de jugar con gasolina.

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