Hace muchísimos años que ya no salgo en la Semana Santa de mi ciudad, Valladolid. No recuerdo bien cuándo fue la última vez, pero sí sé que aquella costumbre se rompió en el momento en el que empecé a ver mi vida desde el prisma del utilitarismo y del pasármelo bien, reduciendo un acto religioso a una simple anécdota cultural. Luego el tiempo pasa, y las circunstancias también, y uno descubre que aquellas semanas santas caminando en silencio entre las calles de una ciudad recogida pueden marcar el carácter y la fe de una persona.

Y es que en mi memoria de niño, está la cara de tantas personas que acudían a la procesión y se encontraban con el Jesús de la Esperanza, y su rostro se volvía serio e incluso se santiguaban, como quién entra en un espacio sagrado o recibe una gran noticia. También el silencio abrumador de tanta gente rezando junta sin miedo al qué dirán o a que la intolerancia religiosa les señale con el dedo. Sobre todo, conservo la petición y el deseo de la gente que rogaba la esperanza para un familiar enfermo o para sus propias vidas, sabiendo que ya nada dependía de ellos. Y así, entre la sobriedad castellana y la luna de primavera, entre la luz de las velas y el olor a incienso, entre el pasado y el presente y entre la imagen y la palabra se producía el diálogo entre el fiel que contempla y la escultura de un Jesús que escucha en el corazón de un pueblo, haciendo que el arte y la cultura se conviertan en una auténtica oración.

No era pensar en, era estar con. Entre los que allí salíamos en la procesión no había nadie perfecto, aunque sí había el deseo de hacer algo por Otro –y otros– y de que esos días eran los más importantes del año, porque siempre se podía volver a ese momento cuando tocaba caminar cuesta arriba. Ahora, décadas después descubro que lo que hace falta en este mundo es precisamente la Esperanza, que el utilitarismo y el pasárselo bien no valen nada cuando sabes que la realidad es más cruda de lo que parecía en un principio, y que es en este momento cuando necesitamos más que nunca que alguien comprenda nuestro dolor y nos ayude a cada uno de nosotros a caminar.

Imagen: Jesús de la Esperanza, de Juan Guraya Urrutia, 1946 (Valladolid)

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