Cuando era pequeña vivía la Cuaresma con mucha intensidad. Todavía no me había acostumbrado a contemplar a todo un Dios clavado en una cruz. Mi abuela se encargaba de que en ninguno de los cuarenta días se nos olvidara lo que estaba a punto de acontecer. Cada día nos recordaba a mi hermana y a mí que Jesús estaba a punto de morir por nosotras.
Aquellas palabras me impactaban. Nunca había vivido una muerte cercana, pero podía intuir que era de lo peor que le podía pasar a alguien. Me daba cuenta de que en el mundo de los adultos la muerte era el mayor de los temas tabúes. Solo cuando por rigurosa necesidad no quedaba más remedio que abordarlo, siempre se hacía rodeándolo de una sólida capa de tristeza y desolación que no invitaba a seguir profundizando en el asunto.
¿Quién era, entonces, Aquel que había querido dar Su vida por mí, aquel cuya muerte sí se podía comentar? Era el mismo sobre el que nuestra abuela nos hablaba cuando nos llevaba al colegio cada mañana. Un tal Jesús que era muy bueno, hacía milagros y había nacido en un pesebre a pesar de su condición divina.
En mi familia, un elemento imprescindible del Jueves Santo era la película de después de comer, justo antes de ir a los Oficios. La Pasión, por supuesto. La crudeza de las escenas conseguía crear el ambiente idóneo para ponerse en situación. Casi podía sentir desde la comodidad de mi sofá los latigazos que veía en la pantalla. Recuerdo incluso haber soltado alguna lagrimita llena de tristeza e indignación después de la tercera negación de Pedro. ¿Cómo podía atreverse a negarle? Me parecía inconcebible que un domingo Jesús fuera recibido con palmas y vítores, y tan solo cinco días después, estuviera clavado en una cruz. «Si yo hubiera estado ahí, no le hubiese traicionado», me decía. Y con una mezcla de rabia, aflicción, amargura y pesar, deseaba que transcurriera el tiempo lo más rápido posible hasta la Vigilia Pascual. Menos mal que la historia tenía final feliz y todos aprendían su lección. La moraleja parecía acertada.
Cuando se es niño resulta fácil simpatizar con quienes los adultos –directa o indirectamente– dicen que debemos simpatizar. A mí ese tal Jesús del que tanto y tan bien me habían hablado desde pequeña me caía bien, me parecía un buen hombre. El problema viene cuando uno se hace mayor y se da cuenta de que ya no le sirve tener una opinión heredada de Jesús porque creer en él implica vivir de una determinada manera. Es entonces cuando pueden brotar algunas preguntas un tanto incómodas: ¿Qué es lo que me hace sentir ‘simpatía’ hacia la persona de Jesús? ¿Quién es, realmente, Jesús de Nazaret? ¿He tenido un encuentro personal con Él, o es solo el héroe de las historias que me contaba mi abuela? ¿Me interpela, verdaderamente, lo que le pasó? ¿Tiene algún sentido recordar aquella historia dos mil años después en una sociedad que nada tiene que ver ya con la de entonces?
Y es también entonces cuando uno parece ir descubriendo que sí, que aquello que pasó cuando todavía no existían internet ni los móviles tiene mucho de actual. Porque también en nosotros se dan contradicciones e incoherencias: Domingos de Ramos que se tornan rápidamente en Viernes Santos. Largos caminos hacia el Gólgota con horizontes no demasiado esperanzadores que van acompañados de dolor y mucha soledad. Algunas veces nos sentimos traicionados, negados… y otras veces somos nosotros los que ignoramos y decimos ‘no’ al prójimo. Muchos sepulcros vacíos, desiertos interiores, incomprensión…
Pero hoy estamos de fiesta. A lo largo de la jornada nos impondrán esa ceniza que nos recuerda que polvo somos, y en polvo nos convertiremos. Pero ese polvo, acogiendo todo lo que de real y cierto representa (nuestra finitud, limitación, pecado…), no tiene la última palabra. El propio Dios, hace dos mil años, se encarnó para asumir nuestra condición y dignificarla. No estamos solos en esto. Jesús pasó por ello antes que nosotros, lo atravesó hasta el final y nos regaló una forma muy concreta de vivirlo en plenitud.