La noticia apareció el día 31 de enero. La leí en la edición digital de un conocidísimo diario de tirada nacional. Estaba en la sección internacional. Había que buscar mucho para encontrarla: ocupaba el puesto número 13 en una larga lista con otros temas: la supuesta fortuna de Nicolás Maduro, la condena por violación de dos policías franceses o el nuevo gobierno libanés. Allí, justo detrás de la ola de frío en Chicago –que irónico, o mejor, que sarcástico–, se podía leer «Al menos 29 niños y recién nacidos han muerto de frío en un campo de refugiados sirio».
Seguí leyendo y supe que la OMS calificaba la situación de desoladora. Debido a los combates en la región de Deir Ezzor, en el norte de Siria, unas 23.000 personas, en su mayoría mujeres y niños, habían llegado al campo de Al Hol, huyendo de las zonas controladas por el Estado Islámico. Llegaban ‘desnutridos y exhaustos’ tras caminar durante varios días y dormir varias noches al raso. Cuando alcanzaban el campo de refugiados muchos de ellos eran incapaces de superar las penalidades del viaje y morían poco después. El hambre y el frío son una mala combinación. Y ahí estaba la cifra: 29 niños y recién nacidos muertos de hipotermia.
23.000 personas, una tras otra, hacen una fila muy larga. Y además, cada refugiado tiene nombre, apellido y una historia propia, diferente. Y en esa fila imaginaria hay 23.000 historias y muchos, muchísimos recuerdos que se quedaron en casa: el olor a la comida que hacía la abuela, los juguetes que se dejaron atrás. Aquellos álbumes tirados por el suelo –no hubo tiempo para al menos recoger un par de fotos–, postales, el retrato de la boda de papá y mamá, la ropa del bebé. La pelota del crío. Los electrodomésticos, los documentos personales… 23.000 vidas andando a la intemperie, una tras de otra.
La guerra de Siria dura demasiado, casi ocho años. Realmente, todas las guerras duran demasiado. La que destrozó Yugoslavia fue larga, las de Liberia y Costa de Marfil largas también. Porque todas las guerras son largas. Y todas se parecen. Destrozan vidas, arrancan recuerdos, cortan raíces. En una guerra ya no hay vecinos, costumbres, hábitos. Ya no hay identidad.
Estos días en Madrid hace mucho frío. La noticia será esa. Lo de Siria ya está medio pasado de moda. Lo que nos llegue de allá acabará ocupando el final de los periódicos, sin más. Al menos, tenemos la certeza que para Dios no hay un ranking de noticias populares. Como tampoco hay ‘internacional’ o ‘nacional’, ni conflictos pasados de moda, ni lugares apartados, ni guerras olvidadas. Hay personas, como tú y como yo. Como ellos. Y quizás ahí, mientras leemos el artículo, resida nuestra esperanza: que el único que no puede olvidarse de ellos no lo hace. No lo hará nunca. Y que él nos ayude a no hacerlo.