«No nos ha vencido el enemigo ruso, nos ha vencido el invierno». Así escribió Napoleón en su diario nada más volver a París tras sufrir una de las derrotas más humillantes de la historia. Y tenía razón: de los más de 600 000 soldados que formaban la Grande Armée con la que Bonaparte pretendía invadir el todopoderoso imperio ruso solo volvieron 100 000. Medio millón de seres humanos murieron de frío, hambre y agotamiento durante la retirada. Igual suerte había corrido años atrás Carlos XII de Suecia cuyo intento de conquistar Rusia se fue al traste en uno de los inviernos más fríos de todo el siglo XVIII. Siglos después el invierno ruso fue uno de los protagonistas de la mayor batalla de la Historia: en Stalingrado las temperaturas de 20 grados bajo cero sepultaron en la nieve a más de 800 000 soldados alemanes y millón y medio de soldados soviéticos.
Pero, aunque parezca una locura, hoy día el invierno sigue siendo un arma muy poderosa. En Ucrania el ejército ruso ha dirigido sus últimos ataques sobre la infraestructura energética local: centrales eléctricas, térmicas y depósitos de combustible destruidos que han dejado sin luz, agua caliente y calefacción a cientos de miles de personas. Con temperaturas bajo cero miles de ucranianos piensan huir del país en lo que se prevé que sea un nuevo éxodo migratorio. Una vez más los civiles, y en concreto los más vulnerables –ancianos, niños y enfermos– son los que sufren las consecuencias de una guerra atroz. De un sinsentido a menos de tres horas en avión de Bruselas.
La vida, y la miseria humana, actualizan el Evangelio. No es necesario buscar obras de arte conocidas o realizar una detallada contemplación de un pasaje de la vida de Cristo: hay escenas que de forma cruel se siguen repitiendo hoy día: la Sagrada Familia está recogiendo ahora mismo lo poco que le queda en Kiev, Járkov o Dnipro. La Huida a Egipto es el camino que conduce a la frontera polaca. Los soldados de Herodes visten un moderno uniforme mimetizado. Belén y Nazaret son ahora ciudades ucranianas, como en su día lo fueron Sarajevo, Grozny o Mostar. Pero Dios no cambia. Sigue siendo el mismo. Y sigue naciendo en el pueblo que sufre para, entre tanto dolor y sufrimiento, darle al mundo un mensaje de esperanza.