De repente tu vida ha cambiado de la noche a la mañana, a una velocidad inimaginable la situación ha ido empeorando más y más. Y lo peor está por llegar, dicen.

De un día para otro, estado de alarma, no puedes salir de tu casa. Las calles de Madrid, tan viva y tan ruidosa siempre, completamente vacías y silenciosas. Hasta el Retiro se ve con más luz de la que tiene normalmente. Se escuchan los pájaros por las calles y se respira aire puro en pleno centro. Pero se siente un silencio lleno de tensión, que es reflejo del miedo y preocupación que impregnan a todos los ciudadanos.

Aparece también la enfermedad en tus prójimos, un amigo ingresado muy lejos, un familiar sin posibilidad de seguir con su tratamiento. Y todo eso que siempre le ha ocurrido a los demás, en otros países muy lejanos, te ocurre a ti, y a los tuyos. Pero no estás preparado, nadie te ha avisado.

También ves cómo los países cierran sus fronteras y no quieren que nadie de tu nacionalidad entre, por miedo al contagio. De repente has perdido todos los privilegios que te dio nacer donde naciste.

Como siempre, los de abajo son los que más sufren. Los que no tienen un hogar en el que cumplir la cuarentena, los que huyen de la guerra siguen huyendo porque la guerra no entiende de pandemias, los que no llegan a fin de mes siguen satisfaciendo caprichos de otros para poder seguir comiendo, a costa de arriesgar su salud y la de sus familiares.

En realidad, todo esto te suena. Te lo han contado tantas personas con las que siempre has intentado empatizar y ser compasivo. Pero nunca lo habías vivido en tu propia piel. Tantas personas que no eligen vivir con toques de queda constantes para evitar morir bajo las bombas. Tantas personas cuyas vidas se convierten en daños colaterales de la guerra y mueren, o no son elegidos para ser salvados, porque hay alguien que está más grave. Tantas personas que se lucran gracias a la economía de guerra que encuentra su mejor negocio a costa del dolor que genera la injusticia. Esas personas que huyen y no llegan a ninguna parte porque no les abrimos las puertas. Pero ahora ellos somos nosotros. Y son ellos, maestros del presente, los que nos enseñan cómo la esperanza siempre gana.

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