Hace cinco años el mundo quedaba confinado, dando pie a imágenes nunca vistas de ciudades completamente vacías y hospitales desesperadamente llenos. Ahora, vemos con preocupación cómo la guerra no deja de sangrar pueblos en Ucrania y en Oriente Próximo a merced de los intereses de las ideologías y del dinero, y en otros tantos sitios que no interesa tanto mostrar. Y, de forma intermitente, las crisis humanitarias, ecológicas, alimentarias y económicas abocan a la pobreza a millones de personas, poniéndolos en la cruel tesitura de huir o morir.

La triada de hambre, guerra y epidemias jalona la Historia apareciendo recurrentemente sin preguntar. Y suele ser también en las crisis cuando el ser humano se da cuenta de lo importante, aunque su memoria sea más o menos frágil. Porque nos recordamos a nosotros mismos que no somos invencibles y que ámbitos como el bienestar, la salud, la paz, la justicia, la libertad y la democracia hay que ganarlos generación tras generación.

Pero sobre todo, fenómenos como estos nos recuerdan que cada pueblo y cada persona ha de lidiar con la incertidumbre de un futuro, y que no lo garantiza ni la ciencia ni el dinero ni el derroche de poder. Cada ser humano ha de pensar cómo afronta la incertidumbre del mañana y en quién se quiere apoyar. La vida, como sabemos, es más compleja de lo que parece, por eso en nuestras manos está mirar el futuro con esperanza, sabiendo que Dios no nos va a abandonar. Lo contrario será dejar que la guerra, el hambre y las epidemias tengan la última palabra, y entonces solo encontraremos motivos para huir, morir o llorar.