Se la podría atacar por muchos lados, y de hecho se hace. Por su forma de hablar, por su dinero, por sus relaciones, por su familia, por su modo de estar ante los medios, por todo lo que se quiera. Por tantos frentes como juicios y prejuicios hay en nuestra sociedad. Todo eso, mientras media España y casi todo Twitter está atento a lo que hace, dice y cocina en Masterchef, dicho sea de paso. Es un personaje más de la ambigua, criticable y controvertida vida del famoseo, pero que desde hace días ha despertado la compasión de muchas personas y la simpatía de otras tantas.

Pero lo que está claro es que, después de ser engañada y pasar por el tribunal de la prensa rosa y, sobre todo, de El Hormiguero –donde algún que otro contertulio presume de sus relaciones abiertas–, ayer Tamara Falcó dio una buena lección de fidelidad y de verdad. Fidelidad, por defender que el compromiso es algo propio del ser humano y reconocer que se puede ser fiel, feliz, y no morir en el intento. Y, sobre todo, se puede aspirar a ello. Y de verdad, por creer en la autenticidad de las relaciones, donde no vale vivir fragmentado y mostrar diversas caras, sino que lo que fundamenta las relaciones es la confianza.

Y lo más importante, frente a un mundo que ensalza la victimización y el éxito, las emociones y las relaciones líquidas, todo al mismo tiempo, sin comerlo ni beberlo nos hemos encontrado un personaje público capaz de reconocer sin tapujos que se ha equivocado, que sufrió mucho por las relaciones rotas en su familia y que a pesar de todo quiere mirar hacia delante porque aún le queda mucho por vivir. Y de paso hablar de su fe y de lo importante que es para ella, ya sea en seis segundos o en un nanosegundo en el metaverso.

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