Más allá de la indignación, de lo enrevesado de los acontecimientos y de la postura política de cada uno, no es extraño reconocer una dimensión tragicómica en los últimos giros de la política española, que podrían dar a pie a coplillas, a películas de Berlanga y, como está ocurriendo, a infinitos memes. Lo cual es una auténtica pena y es bastante indignante, porque la política está para servir a la ciudadanía y a las personas, no para jugar a los Juegos del Hambre con el erario público.

Sin quedarnos en el «tú más» que tanto le gusta a nuestros políticos, aquí se entrevé una realidad injerta en el corazón del ser humano, sea quien sea, y ocupe el cargo que le toque en cualquier institución: la atracción hechizante que sienten las personas por el poder y por el dinero, y que les hace desconfiar de la verdad. Porque, a no ser que se sea cuidadoso, es fácil que en el juego de poder el ego se caliente, confunda roles y se apropie de cosas que no le corresponden. Y que esto se haga a escondidas, en los reservados de un restaurante o en el asiento de atrás de un coche para no dejar rastro, como si fuera una película de mafiosos. Porque no lo olvidemos, el mal ama el poder y detesta la verdad, porque siempre solemos reaccionar distinto cuando sabemos que algo va a ser público.

Y quizás deberíamos prevenirnos de acusar a todo el que tiene una responsabilidad, porque no sería ni justo ni verdadero. Pero sí tomar nota de que el poder requiere mucha responsabilidad, y un ejercicio minucioso de conciencia, pues el riesgo de engañarse es mayúsculo y demasiado sutil, le toque a quien le toque ocupar un cargo, pues los afectos son invisibles pero traicioneros. Y sobre todo, recordar que las cosas de todos no se arreglan entre amigos en los bajos fondos de la capital, sino a luz pública como el que obra con la conciencia tranquila y sirviendo al bien común de la mejor manera posible.

 

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