Ya más de 1.000 mujeres asesinadas en sus casas, por sus parejas, no deberían darnos espacio para nada más que la vergüenza social y el examen exhaustivo de qué estamos haciendo mal. Todo lo que añadamos a eso, estará de más en realidad.
Y, sin embargo, aquí estamos. Peleándonos con las palabras y las definiciones. Sembrando sospechas. Arrojando la tragedia a la arena política para entretenernos. Buscando el morbo escabroso. Incluyéndolo como anzuelo electoral para captar votos, en un sentido u otro. Apuntándonos a un carro que nos puede llevar lejos, sí, pero a un precio que en realidad no podemos pagar.
Porque no hay nada que pague el usar el dolor inimaginable que han provocado esos 1.000 asesinatos para hacer política, para atacar al contrario ideológico, para sentar las bases de un discurso que, ante todo, debería ser para pedir perdón. Perdón a esas mujeres a las que como sociedad no supimos proteger, a las que no supimos acompañar ni defender de la barbarie en sus propios hogares. En sus propias familias.
Como sociedad hemos fallado. Pedir perdón en lugar de sacar rentabilidad política es pues el primer paso, sí. Pero no podemos conformarnos con eso. Seguimos fallando, ni siquiera una legislación exigente ha remediado el problema. Sigue siendo nuestra asignatura pendiente escuchar, acompañar, transmitir seguridad y defender a tantas mujeres, tantas familias que sufren violencia en sus hogares. Precisamente allí donde deberían sentirse más a salvo.
Aquí no se trata de ideas, de planteamientos, de pactos o textos. Se trata de voluntad. Voluntad de frenar en seco, de garantizar la seguridad en el propio hogar, el cuidado familiar. Y eso no es solo tarea para los que mandan. Es tarea de todos educar a las siguientes generaciones –donde, por cierto, el problema repunta–, frenar actitudes, desechar falsos respetos –«en lo que pasa en cada casa, mejor no meterse»–. Es mucho lo que nos jugamos, es mucho lo que está en riesgo.
Está en riesgo la seguridad del propio hogar, de la propia familia. Está en riesgo la vida de muchas otras mujeres que viven el infierno en su propia casa, silenciadas, amenazadas, solas. Se trata de despertar, de decir juntos «basta ya», y actuar en consecuencia. No podemos esperar más. Ellas no pueden esperar más.