La muerte de Víctor Laínez esta semana nos ha puesto frente a un problema grave ante el que no podemos quedarnos simplemente en el análisis facilón, el posicionamiento chusco o el devolver la pedrada. El odio es una de las peores manifestaciones del mal que hay en nuestro mundo. Nos pone en aquella parte de nosotros mismos que nos descontrola, el corazón calla y las razones dejan de ser válidas, mandan las entrañas, la visceralidad nos ciega y entonces sólo podemos continuar en la espiral de violencia.
No es simplemente una cuestión ideológica. No se trata de han matado a uno de los otros o de los míos. Se trata de que el odio se ha apropiado hasta tal punto de una persona que la ha puesto en un extremo irreversible. Que esto haya pasado en nuestra sociedad, la misma que ahora participa activamente en cientos de campañas navideñas de solidaridad, debería alarmarnos, debería activar todas las luces de emergencia y hacernos reflexionar largamente sobre qué ha podido fallar en nuestra sociedad, que está fallando, para que el odio esté instalado entre nosotros. Porque cuando llega, viene para quedarse, y cuando nos domine será demasiado tarde. Hay que pararlo ya.
Y es urgente porque esta semana hemos alcanzado una cota máxima, el asesinato de una persona es realmente un punto extremo, y no parecemos darnos cuenta. Porque tampoco parece que seamos conscientes de que hasta llegar a este extremo –no es una manifestación aislada, espontánea–, hemos ido alimentando un discurso de odio, sutilmente, pero de forma constante, con mensajes en redes sociales llenos de rencor, conversaciones que nos retroalimentan en nuestra posición, deshumanizando al otro, solo porque no es de los míos… Y no somos inmunes a ese caldo de cultivo. La muerte de esta semana debería hacernos pensar a cada uno sobre lo que publicamos, las afirmaciones que hacemos, sobre si nos paramos lo suficiente a pensar antes de formar un juicio inapelable sobre un asunto. La reacción a este asesinato no ha ido del todo por ahí, aunque algunas voces sensatas se han alzado, otros han optado por seguir alimentando el monstruo, dejándose atrapar en el odio.
Al final tú decides. Atrapado en el rencor, o libre para intentar comprender, aceptar. Encadenado en el odio, o libre para acoger.