Si me preguntas a qué se parece un CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros), diré que tiene mucho de infierno: un lugar en el que puede permanecer hasta 60 días; del que una persona no tiene la libertad de salir; en el que no hace prácticamente nada, más que vivir la angustia de no saber si un día la meterán en un furgón y luego en un avión de vuelta al país del que quiso salir, expulsada de la tierra que eligió para vivir; en el que reina la desconfianza, no solo entre policías y personas internas, sino también entre las extranjeras cautivas.
Si me preguntas si encuentro a Dios en los CIE: la respuesta es sí. No te extrañe, puesto que Jesús, el Verbo de Dios encarnado, es el Buen Pastor que baja hasta las simas más profundas para rescatar a la oveja perdida. No te extrañe, puesto que Jesús fue cautivo, se vio privado de libertad, maniatado, golpeado, despreciado… antes de verse sometido a la muerte en cruz, la que los romanos reservaban para los extranjeros y los esclavos.
No voy solo al CIE: me acompañan estudiantes en prácticas, gente conocida que quiere asomarse, a veces, un intérprete de árabe. Cuando alguien va por primera vez siente entre miedo y aprensión: sabe que va a algo parecido a un “vertedero”. Y, sin embargo, quienes me han acompañado recientemente se encuentran con una honda experiencia humana, espiritual. Hay internos que transmiten dolor, otros, esperanza. Hay días en los que uno tiene que enjugarse las lágrimas, otros, en los que uno sale consolado. Las visitas daban pie a un hondo diálogo espiritual con una farmacéutica musulmana que nos ayudaba como intérprete. Sí, en los CIE encuentro a Dios, a Jesús que “obra salvación”.