Conducimos hasta allá. Hay que salir corriendo del coche para llegar a cubierto, porque llueve. O no. Primero se pasa un control de seguridad externo donde se muestra el documento de identidad. Después se pasa un nuevo control, interno ya, en el que se recoge la identificación de la prisión a cambio de dejar el DNI. Arco de detección de metales. Se abre una puerta, se cierra, y entonces se abre una segunda puerta. Así en tres ocasiones. Aún pueden quedar un par de controles más antes de llegar a la sala donde tendrá lugar la reunión. Uno ya ha perdido la cuenta de las puertas atravesadas, así como la compostura en el vestir por quitarse el cinturón ante el arco.
Ir a la cárcel es muy molesto, muy tedioso. La verdad. Dan ganas de buscarse otra obra de misericordia.
Pasa la tarde y hay que volver a casa. Y en el coche, feliz, uno vuelve -como cada semana- a pedir perdón a Dios por la pereza con la que fue, avergonzado por el agradecimiento con el que vuelve. Porque en la cárcel ha compartido su tiempo con Jesús preso, ha velado un ratito junto a él en una noche de jueves santo de varios años de condena. Porque al llegar a casa y recordar los rostros de las personas encerradas y el pedacito de vida con ellas compartida, uno se rinde a Dios y reconoce que visitar, visitó, pero que la misericordia no la llevó a los presos, sino que de ellos la recibió.