En la huerta de mi abuelo hay unos cuantos árboles frutales de distintas clases. Entre ellos, hay un manzano que cada año está más grande y frondoso. Si el año es bueno, da unas manzanas de un color rojo muy apetecible. Sin embargo, cuando se recogen y se comen, resulta que son unas manzanas bastante malas. Su textura es blanda y poco agradable y no tienen apenas sabor. Con todo, el árbol da muchísimas manzanas. Y, una vez que están maduras, hay que comerlas para no desperdiciarlas. La verdad que es algo bastante pesado y que no gusta demasiado, pero que conviene hacer para no desperdiciar la fruta.
Recuerdo que, cuando era pequeño, mi abuelo solía decir que había que cortar ese manzano para plantar otro en su lugar que diera frutos mejores. Sin embargo, los años han ido pasando y el árbol no se ha cortado. Al contrario, se ha hecho enorme y da una muy buena sombra, aparte de ser bonito, sobre todo cuando está lleno de sus manzanas rojas.
Al mirar este año al manzano, y sobre todo, al tener que comer sus frutos, me venían a la cabeza las palabras de Jesús con respecto a los árboles frutales. Cuando afirmaba que por sus frutos los conoceréis, que no hay árbol malo que dé frutos buenos, que es necesario podar, y, también cortar o arrancar aquellos árboles que no dan fruto, o dan frutos malos. Y pensaba cómo se parece nuestra vida cristiana a este manzano de la huerta de mi abuelo. Puesto que, tantas veces tiene muy buena apariencia por fuera, y después, pese a que no llega a ser mala, no es tampoco buena. Somos en ocasiones como este manzano, que producimos fruto, sí, pero nuestro fruto no es el mejor de la huerta, ni tampoco el que en el fondo desearíamos dar. Sino que, más bien nos hemos conformado con nuestros pactos con la mediocridad y debemos cosechar sus resultados.
Ojalá Dios, que no solo es el mejor hortelano, sino el más paciente, vaya poco a poco podando nuestra vida, cavando y abonando nuestro alrededor para que nuestros frutos pasen de ser aparentes o bellos a buenos. Solo Él puede obrar el milagro de mejorar nuestras manzanas, contando con nuestra ayuda. Y espero que, si alguna vez me olvido de colaborar con Dios en esta tarea, al menos la textura y el sabor de los frutos del manzano de mi abuelo me recuerden que estoy llamado a ser mucho más de lo que mi mediocridad ofrece.