Pocas veces en mi vida había estado ante un bonsái, esos árboles miniatura que crecen muchas veces en formas caprichosas. Ahora estaba en un centro de exposiciones repleto de ellos. Ignoraba que hubiera una afición tan extendida a esta práctica originada en China hace más de dos milenios y difundida en Japón, bajo la estética del budismo zen, como una forma de meditación.

La colección era asombrosa y el paseo en compañía de buenos amigos lo hacía todavía más especial. Había, sin embargo, algo sobrecogedor en la exhibición. La muestra consistía en árboles como juníperos, higueras, y mezquites, que habían sido trasplantados a contenedores donde su crecimiento fuera controlado y condicionado. Con la utilización de podas y el amarre con alambres se había limitado su crecimiento o bien se había modelado para que lo hiciera de una manera dirigida, incluso creciendo hacia abajo, en forma de cascada.

En medio de formas tan caprichosas, sentí el vértigo generado por la manipulación humana a la naturaleza y el ambiente. La posibilidad que tenemos como especie de modificar y controlar nuestro entorno no se traduce automáticamente en una necesidad de hacerlo.

A la vez que sentía esta especie de lastimosa piedad por los árboles impedidos a crecer, no dejaba de sorprenderme la estética y la forma, y sentí, por la persona que lo cultivó, admiración e incluso empatía.

La empatía me surgía al pensar en el tiempo, cuidado y orgullo, que claramente se observaba en cada uno de los árboles exhibidos. Me interpeló en que mi rol como padre de familia, puede asemejado al de un cultivador de bonsáis.

Pensando en lo bello y estético del resultado y en la satisfacción personal que extraigo del proceso, puedo ir podando aquellas ramas que van desentonando con el sentido que quiero darles a mis hijas. Con ideas y prejuicios, las voy amarrando para que no crezcan más allá de sus confines determinados y delimitados. Voy dándoles una forma caprichosa y particular para que se amolden al lugar predeterminado que pretendo que ocupen en la vida. Puedo muchas veces colocarlas en ambientes poco profundos y constreñidos, para que no echen raíces profundas que les permitan afianzarse, nutrirse y alcanzar su potencial y razón de ser.

El árbol y el hijo se amoldan. Se acomodan a las circunstancias. Comprenden lo que se quiere de ellos y cumplen a cabalidad. Se pueden resistir, pero saben que para sobrevivir, deben adaptarse. La resiliencia se manifiesta y aprenden a crecer de cierta forma y sentido. Aprenden a no generar ramas y raíces más allá de los confines permitidos. Aprenden, sobre todo, a ser frágiles y dependientes. A fungir muchas veces como una pieza de exhibición o de satisfacción estética.

Ignoraba que en psicología ya hay un término para esto. El efecto bonsái se refiere a los «… casos del sutil e insidioso maltrato psicológico, en el que el maltratador va minando la autoestima… y cortando todas sus relaciones sociales y laborales».

Lo anterior nos suena discordante. Nosotros, los padres, tutores y figuras de responsabilidad, somos cultivadores amorosos. No queremos dañar a quienes están bajo nuestro cuidado. Queremos solamente ayudarles a crecer de una manera armónica. Queremos enseñarles a cumplir una función.

Los padres, a final de cuentas, lo hacemos todo por amor, aunque no nos vayamos dando cuenta que, al cultivar, podemos empequeñecer, podar y amoldar a nuestro capricho.

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