Hay un escritor reconocido que dice que la caridad es ejercida en vertical y que, por tanto, es mucho mejor la solidaridad que se ejerce en horizontal. Los cristianos no compramos la idea sin más. Hoy, Jueves Santo, celebramos la experiencia de la caridad derrochada sin límites. Es cierto que es una experiencia vertical, donde Jesús desde arriba se va abajando para encontrarse con nuestra pobreza más real y más humana.

Ese dinamismo de Dios lo expresan bien los gestos protagonistas del Jueves Santo: partir el pan y compartirlo, ceñirse la toalla y abajarse a lavar los pies, posar el rostro en tierra orando con miedo entre los olivos del Huerto. Todos ellos, gestos que sólo se pueden hacer por amor. ¿Quién se entrega a otro si no es porque le ama? ¿Quién lava los pies si no es por expresar ternura? ¿Quién entrega la vida, a pesar del sufrimiento que conlleva, si no es por el anhelo de mostrar amor verdadero? Lo que Jesús hace es para nosotros un reflejo del sueño de Dios para cada uno.

Un sueño traspasado por la caridad cristiana. La solidaridad se queda corta. No es que sea mala, que no lo es. Ojalá muchos más fueran solidarios que nada. La radicalidad de la vida de Jesús nos enseña que lo que recibimos de arriba, el amor, hay que ponerlo en lo de abajo, la caridad. La enseñanza nos sitúa en el intento de colocar en el centro de nuestra vida el amor recibido. Toda una tarea de hacer verdad aquello que en cada eucaristía oramos: «haced esto en memoria mía». Un ejercicio de amar a Dios, a los prójimos, a nosotros mismos, desde esa corta distancia.

Los escenarios del Jueves Santos nos obligan a movernos interiormente, desde el banquete compartido en caridad al suelo frío del Huerto de los Olivos, donde Jesús experimentó la angustia que toda persona vive al sentir que su vida es donación. Este dinamismo es sólo un movimiento a constatar lo más importante. Sólo el amor hace capaz el abandono confiado. Todos nos podemos reconocer en lo que siente Jesús: la nostalgia de la despedida, la tristeza de la soledad, el miedo al más allá… y el sufrir para dar vida. Sólo el amor hace posible que una vida sea abandonada confiadamente en otra Vida.

No olvidemos a lo que estamos invitados: compartir la mesa del banquete en fraternidad y caridad, que no es otra cosa que a ensanchar nuestro corazón para que muchos otros quepan y disfruten de la alegría del amor. Sin idealismos, porque nos toca pasar por la noche del silencio y la soledad, para valorar si nos merece la pena, si somos capaces de abandonarnos sin más. Sin embargo, quedamos adormilados ante el misterio. Un misterio que nos recuerda que podemos padecer, sufrir, quedar heridos… por el amor, la vida y la muerte… pero jamás desamparados. En el Jueves Santo, nuestra fe nos sitúa en el trayecto que va del ejercicio de la caridad a la presencia de un Dios que acompaña siempre nuestra vida entregada.

 

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