A veces el dolor se padece más que se siente. Ayer volví a ver a Juan.
No sé, me impresiona mucho su mirada, abatida, triste, de petición. Me lo encuentro todos los días a la puerta. Siempre con un gesto sencillo, con su mano dispuesta. Rostro de necesidad. Mano que pide sencillez.
De repente, sentado en mi sitio, en el silencio, recuerdo las palabras del evangelio. Aquella invitación de Jesús, fíjate y atiende, a los gestos pequeños. A fijar la mirada en la viuda. En la moneda. En el gesto.
Algo de esto tiene vivir desde la limosna. Que somos invitados a dar, pero dar supone renunciar a algo propio. A lo mío. Dar es caer en la cuenta de yo también puedo. Ofrecerse. La propuesta ahora me parece más clara que antes. No se trata de dar mucho, sino de darlo todo. Lo que se tiene, no lo que me sobra. Es poner algo de misericordia en lo que se vive. Una mirada que sabe leer entre líneas, que está atenta a la sed de compasión de aquellos que te rodean. Una forma de relacionarse con los otros de otra manera. No es un dar y recibir continuo. Sino que se trata de hacer a los otros partícipes de lo mío. Compartir lo que tengo. No es sacar de la bolsa, sino sacar del corazón. Expresión de un amor.