La Semana Santa también es caridad. La vida de las cofradías y hermandades viene marcada en el ritmo anual por la vida fraterna, los espacios compartidos y el sentir comunitario de quienes viven unidos, en ofrecer culto a Dios y socorrer a los hermanos. El culto no está completo sin el socorro, la escucha, la acogida al hermano en sus necesidades, la vivencia de una fraternidad en gratuidad, que casi acaba convirtiendo a los cofrades en familia, familia amplia y mediada por el Señor.
Este ambiente de familiaridad, de compartir lo vemos de un modo inmediato al contemplar el misterio sevillano de Santa Marta, el traslado al Sepulcro de Nuestro Señor, bajo la advocación del Cristo de la Caridad. Contemplamos una escena familiar, íntima, cómo una vez que todo parece haber acabado los amigos de Jesús -no sus discípulos, no sus apóstoles- recogen su cuerpo y lo conducen al sepulcro, al descanso que ellos, en su limitado entendimiento, creen en esta hora definitivo.
Sólo Juan, el Amado, está presente en la escena. El resto son amigos, ese círculo de Betania en el que el Señor reposaba y buscaba el descanso. Vemos a su Madre, a la Magdalena, María Cleofás y María Salomé, Marta, José de Arimatea y Nicodemo. Los últimos en estar con Él. Y los que durante su vida le acogieron en sus propias casas y le sostuvieron y repararon sus fuerzas -no en vano es Santa Marta patrona de la hostelería y esta hermandad se asienta sobre el gremio sevillano de hosteleros. Vemos una escena que, a todos, por desgracia, nos resulta familiar, la muerte de un ser muy querido, de un amigo y en ese ambiente hondo y roto aflora la caridad, el cuidado mutuo. No hay soledad, aunque la pena los abruma y nubla su semblante, hay una tierna delicadeza y calidez con que es transportado el cadáver del Señor. En silencio, con cierta prisa -el andar del paso nos remite muy bien a esa premura que es lema de la hermandad- de quiénes no quieren detenerse en el dolor sino dar pasos hacia la vida que espera y brota del desgarro. Que es la sangre que brota y se derrama a su apresurado paso, y que brotará como nueva Vida en primavera, como esa rosa que recoge la última sangre que derrama el Señor.
Vemos una comunidad de amigos en la que lo de menos es el currículum o los méritos. Solo importa la capacidad de salir de sí y cuidar al otro. Vemos a José de Arimatea y Nicodemo, amigos de la última hora, junto a María, la Madre, y Juan, el Amado, que jamás se separaron de Jesús, ni en su hora más oscura. Todos convocados en torno a una tarea tan penosa como misericordiosa: enterrar a un muerto. No es la primera vez que se ven en esta tesitura, ya pasaron por el mismo trago con Lázaro de Betania. Y como entonces su fe está puesta solo en Dios, el que se proclamó Resurrección y Vida ante la tumba vacía del amigo.
Mientras tanto, mientras esa esperanza se hace carne, cumplen con su deber de amigos, con ternura y hondura, dando el consuelo imposible a la Madre y ofreciendo lo mejor que tienen, que pueden, para que las tristezas se vean reconfortadas. De algún modo, la escena nos deja un buen olor, el de las flores que recuerdan aquellos bálsamos y lienzos que envolvieron el cádaver y ese olor nos recuerda que nunca es tarde para ofrecerse al mismo Dios.