Recuerdo perfectamente la elección del Papa Benedicto XVI. Era mi primer cónclave. Durante días los medios nos habían bombardeado diciendo que el Cardenal Ratzinger pertenecía a la rama más dura de la Iglesia Católica, llamándolo incluso inquisidor. Así que, al ser elegido Papa, muchos jóvenes (y no tan jóvenes) no sabíamos que pensar o qué hacer. Para complicar más la cosa al día siguiente, en el Colegio, un profesor nos decía que la elección del Papa alemán confirmaba que el Espíritu Santo nunca había estado en los cónclaves.
Que contraste tan grande entre aquello y lo que fueron los posteriores años del pontificado de Benedicto XVI. Donde sus palabras, sus hechos valientes y su renuncia dejaron claro que era la persona elegida por el Espíritu Santo para llevar el timón de la Iglesia en tiempos de tormenta.
Por eso ayer por la tarde, viví mi tercer cónclave con una tranquilidad que venía de la confianza en el Espíritu de Dios. Durante días había estado pidiéndole que diera el don del discernimiento a los cardenales, y sobre todo la libertad para votar sin presiones, intereses ni miedos.
En la televisión hablaban con mucha seguridad de Parolín como Papa e incluso bromeaban sobre si conservaría el nombre de Pedro. El cónclave había sido breve, el Cardenal Re le había felicitado el día anterior. Y la elección parecía clara.
Y en medio de todo ello, irrumpió el Espíritu de Dios con ese habitual desconcierto con el que nos muestra que sus planes no son nuestros planes, al escucharse el nombre de Roberto Francisco Prevost. Creo que fuimos muchos los que en ese momento googleamos para saber de quién se trataba.
Minutos después la paz reinaba entre los católicos de todo el mundo. No había miedo, sino confianza en que Dios, con su capacidad de renovar todas las cosas, nos había vuelto a sorprender con un hombre y con un nombre. Dios había vuelto a darnos un pastor según su corazón, al que nosotros debemos acoger, amar, obedecer y sostener con la oración.
