Con la elección del Papa León XIV, el mundo católico ha entrado en una nueva etapa. Pero en medio de los ecos aún frescos del pontificado anterior, la velocidad con que hoy se consume la información parece imponerse también sobre la espiritualidad y el discernimiento. Apenas elegido, ya se exige al nuevo papa que defina su postura, que emita gestos, que continúe ciertas líneas o que rompa con ellas. La impaciencia de nuestro tiempo quiere diagnósticos inmediatos, etiquetas claras, y definiciones que nos tranquilicen o nos alarmen. Pero la Iglesia no se mide con el reloj de las redes sociales.
El Papa León XIV apenas ha salido al balcón y ya se multiplican los juicios: ¿será conservador o progresista? ¿Seguirá la línea de Francisco o traerá una reforma en sentido contrario? Se le valora —o se le teme— incluso antes de escuchar sus primeras palabras. Esta prisa por clasificar impide el asombro, apaga la escucha y obstaculiza el tiempo necesario para conocer el corazón del nuevo pastor.
León XIV es, ante todo, un ser humano con historia, espiritualidad y sensibilidad propias. No lo conocemos aún. Ni siquiera él mismo ha revelado hacia dónde irá conduciendo a la Iglesia. Quienes esperan claridad inmediata olvidan que los tiempos de Dios no son los de los algoritmos. Hay que recuperar el arte de la espera, la apertura del corazón, la confianza en el Espíritu.
No se trata de ingenuidad ni de renunciar al espíritu crítico, sino de reconocer que la elección de un papa no es un espectáculo sino una llamada a la comunión. León XIV comienza su camino. Acompañémoslo con oración, no con ansiedades. Dejemos que hable, que escuche, que discierna. Y, sobre todo, que sea papa, paso a paso.