Acaba de fallecer Benedicto XVI. Probablemente estos días van a aparecer crónicas, biografías y reportajes sobre su vida, su pontificado, y su renuncia. Los habrá más objetivos, con datos y fechas, y más subjetivos, llenos de apreciaciones y valoración. Pero a mí lo que me brota es una memoria afectiva. Una memoria que echa raíz en algunos recuerdos y permite comprender que las cosas cambian y que las apariencias y la realidad no siempre se mueven en el mismo plano.

Durante mi juventud el cardenal Ratzinger era identificado como el rostro duro de la Iglesia. Entonces, uno, proclive al maniqueísmo, también quería simplificar, y era fácil reducir su función a la del censor o inquisidor, sin comprender el reto de mantener la coherencia del pensamiento y formulaciones de la fe en este mundo plural, cambiante y complejo. Entonces me podían el enfado, y la incomprensión, y la molestia por lo que veía como represión a los teólogos… Aunque también debo decir que cuando leí su Introducción al cristianismo me ayudó su pensamiento sólido, compacto, y profundo, y empecé a comprender que tampoco el mundo del magisterio podía ser blanco o negro.

Cuando Ratzinger fue elegido papa, recuerdo una sensación de inseguridad, y debo confesar que de temor, a rigideces con las que no terminaba de sentirme en paz. Y aquello motivó en mí el escribir una carta abierta a Benedicto XVI desde tierra de nadie. Era al tiempo un grito, un anhelo, una forma de dejar salir mis temores. Aquella carta estuvo en el germen de lo que luego sería mi primer libro, En tierra de nadie. Así que, aunque sea indirectamente, creo que a Benedicto XVI siempre le agradeceré ese impulso. Sin embargo, y pese a esos temores iniciales, todo su pontificado me fue seduciendo por su forma de ejercer la autoridad, de expresar, con solidez, la doctrina, de ser papa. Y aunque no todos los acentos me gustaran de la misma forma, sin embargo, tres aspectos de su pontificado me parecieron encomiables. Primero, recuerdo leer con verdadera admiración muchos párrafos de su encíclica Deus caritas est. Su manera de hablar del amor, su mirada libre, positiva, profunda, me pareció tan evangélica que disfruté leyendo y releyendo muchos de sus párrafos. Segundo, la determinación para desenmascarar los abusos a menores que, tal y como se ha visto después, se habían convertido, en demasiados espacios de Iglesia, en un mal aceptado y encubierto. Tercero, su libertad profunda a la hora de renunciar, mostrando una forma de acoger la obra del espíritu en tiempos nuevos y dar paso a otro, en un momento en el que comprendió que la Iglesia necesitaba un liderazgo más fuerte, y la curia una reforma urgente.

Después, me ha admirado la libertad, la grandeza de espíritu y la discreción de quien ha sabido estar, callar y orar, mostrando que el poder en la Iglesia solo debe estar en función del servicio, y de nada más. De hecho, de esta última etapa me gustó más su silencio que las contadas ocasiones en que hizo públicas reflexiones sobre algún tema de actualidad eclesial. En parte porque siempre he tenido la sensación de que cualquier declaración se convertía en objeto de análisis interesados con la intención de dividir y contraponer. En todo caso, en tantos años de vida emérita, agradezco su discreción. Su biografía, Una vida contada por Peter Seewald supuso para mí un apasionante viaje por la iglesia del siglo XX, y ver su trayectoria fue una escuela de lo que ha de ser la solidez intelectual.

Me gustaba imaginarlo, estos últimos tiempos, tras los muros del convento, llevando una vida tranquila, orando, pensando en este mundo turbulento que supo comprender con hondura y capacidad de trascendencia, y en ese Dios misterioso al que ha consagrado sus búsquedas y su inteligencia. 

Ahora, al fin, ya tiene todas las respuestas. Y seguro que descansa en paz.

Te puede interesar

No se encontraron resultados

La página solicitada no pudo encontrarse. Trate de perfeccionar su búsqueda o utilice la navegación para localizar la entrada.