Con la muerte del papa Francisco y el inminente inicio del cónclave, reaparece una peligrosa simplificación: reducir la elección del nuevo Papa a una pugna entre “conservadores” y “progresistas”. Esta visión, tomada del lenguaje político, traiciona la naturaleza profunda de la Iglesia.

La Iglesia no es un partido ideológico. Es el Cuerpo de Cristo, llamada a ser sacramento de unidad para el mundo. El Papa no es un caudillo cultural ni un jefe de facción: es el servidor de la fe, la esperanza y la caridad. Como recordaba Francisco, la Iglesia debe ser madre de corazón abierto, no un campo de batalla.

El cónclave no puede ser interpretado como una contienda electoral. Es un acto espiritual, un discernimiento profundo en el que los cardenales buscan, más allá de simpatías humanas, la voluntad de Dios. Proyectar sobre esta elección la lógica mundana de “bloques” o “estrategias” sería traicionar el soplo del Espíritu, que siempre sorprende y desborda nuestras categorías.

El sucesor de Pedro no puede ser elegido pensando en reforzar intereses de grupo, sino buscando quién pueda ser pastor universal, capaz de custodiar la unidad y guiar a la Iglesia en medio de las heridas del mundo. No se trata de conservadurismo o progresismo, sino de fidelidad evangélica.

El Pueblo de Dios está llamado ahora, más que nunca, a rezar. A confiar. A mirar con esperanza. El futuro de la Iglesia no depende de estrategias humanas, sino de la fidelidad de Dios, que prometió que las puertas del mal no prevalecerán sobre ella.

El cónclave no es una lucha de poder: es un espacio de escucha al Espíritu. Más que nunca, urge salir de las etiquetas y dejar que hable Dios.

Foto: Vatican Media

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