Aunque cuenta con simpatizantes todo el año, el Miércoles de Ceniza es uno de esos días en que el banco final de las iglesias está especialmente solicitado. Pareciera que es el rincón que mejor se acompasa con el espíritu del momento: allí, en la última fila, estamos lejos del altar pero dentro del templo, sabemos que el camino es largo pero algo nos dice que estamos cerca. Sentarse en ese lugar, un tanto fronterizo y con frecuencia oscuro, es como adentrarse en el cuarto interior del que habla el Evangelio, aun permaneciendo a la vista de todos.
He de confesar que yo también sufro esa atracción irracional por el último puesto, pero he vivido muchas veces la celebración que abre la Cuaresma en el lado contrario, escondido en un lateral del presbiterio. Desde ahí intentaba acompañar con acordes de guitarra a quienes se acercaban a recibir la ceniza. Y podía contemplar ese ir y venir de rostros que se inclinan para que otro dibuje sobre su frente una cruz cenicienta, prolongando un rito insólito y familiar al mismo tiempo. Nunca falta el niño que acude a la fila ansioso y juguetón para volver luego solemne y preocupado por no saber qué hacer con lo que de repente lleva en la cabeza. Tampoco la anciana que acoge con naturalidad la señal que conoce desde siempre y regresa ligera a su sitio con la sonrisa de quien sigue viendo luz en ascuas que se apagan sin remedio. Los une a ambos –nos une a todos– una punzada antigua y una alegría futura que suelen ir de la mano, por muy distantes que resulten.
El gesto actual es, en verdad, una mínima expresión de lo que fue. No hacemos ya penitencia pública vestidos de saco y de ceniza, como tantos hombres –en Israel, primero; en la Iglesia, después– que cargaban con su culpa externamente porque habían experimentado por dentro el dolor de su miseria, la fragilidad de su vida, el deseo sincero de conversión. Pero esa leve cruz con que nos signan, hecha con lo poco que queda de los olivos del Domingo de Ramos, nos invita a entrar en lo secreto. Precisamente allí, donde no hay palmas que agitar con orgullo, todos –pequeños y mayores– sabemos que la pena existe… aunque no sólo. También existe un banco hacia el final, en la penumbra, donde hoy Cristo se duele con nosotros para que podamos gozar con Él mañana. Y seguimos lejos, sí, pero tan cerca…