De pequeño nunca entendía cómo era posible que en los primeros días de la Semana Santa ya viéramos procesionar Crucificados y Dolorosas, que la misma tarde del Domingo de Ramos ya nos hicieran semejante spoiler –aunque esa palabra todavía no existía en mi vocabulario–. Mi imaginación infantil me llevaba a la lógica de lo cronológico. Que las hermandades se ordenaran por criterios estrictamente cronológicos. Todos los Crucificados el Viernes Santo por la tarde, los Nazarenos en la mañana de ese día, y la noche del Jueves Santo los misterios de la Última Cena, el Huerto y el Prendimiento, y de la Sentencia de Jesús.
Con el tiempo he ido entendiendo de otro modo la ordenación del mundo cofrade y en la repetición, que es muy ignaciana, he ido encontrando el sentir y el gustar de encontrarme cada día con un Crucificado, con un Misterio de la Pasión, con el Dolor de María que transita por nuestras calles, adaptados a su propio tiempo más que al nuestro. Y con el tiempo he ido encontrando especialmente acertado contemplar Getsemaní en la tarde del Domingo de Ramos, como sucede en Córdoba. Si por la mañana hemos acompañado la Entrada Triunfal de Nuestro Señor, en la tarde nos lo encontramos de rodillas, despojado de toda alegría y aclamación. Con el rostro traspasado de la angustia y el dolor de aprender, sufriendo, a obedecer (Hb 5, 8). Si por la mañana le acompañaba la multitud, por la tarde sus discípulos duermen, centrados en su propia necesidad y su único consuelo es el Ángel que le ofrece el Cáliz definitivo.
Contemplar el misterio de Getsemaní nos acerca a un Dios sufriente, orante. Alejado de nuestras necesidades de soluciones eficaces y asépticas. Un Dios que se arrodilla, siente miedo y angustia y se une al miedo y la angustia que podemos sentir en tantos momentos de nuestra vida. Este misterio nos habla hoy al corazón, porque en este último año son muchas las soledades que hemos tenido que afrontar, mucho el sufrimiento que no comprendemos, mucha la angustia de no saber qué va a pasar. En muchas ocasiones del último año hemos sentido el peso del encierro, de saber que aunque los nuestros siguen ahí, están lejos, no nos pueden ayudar como querríamos. Como Nuestro Señor sintió ante el sueño de sus apóstoles en el Huerto. Estaban cerca sí, pero no podían ayudarle. Solo Él podía afrontar, confortado por el Padre, la hora decisiva.
El misterio de Getsemaní nos habla de angustia, dolor, incertidumbre. Pero también nos abre a la esperanza de no sabernos abandonados de Dios, aunque no podamos sentirle como quisiéramos. Podemos imaginar que en Getsemaní Jesús atravesó uno de sus momentos más oscuros como hombre, pero sabemos que recibió la fuerza suficiente para levantarse y afrontar, confortado en el amor del Padre, su Pasión y Muerte. Quizás no supo poner nombre al amor de Dios en ese momento, no pudo comprenderlo, pero supo, como nosotros estamos llamados a creer, que ese amor no le abandonaría ya, pasara lo que pasara.
Imagen: Nuestro Padre Jesús de la Oración en el Huerto (Córdoba)