Cuenta la Sagrada Escritura que, tras su salida de Egipto, el pueblo de Israel hubo de pasar cuarenta años vagando por el desierto, antes de entrar en la tierra prometida, en castigo por su falta de confianza en Dios. Toda una generación, de modo que únicamente Josué y Caleb, de entre todos los que salieron de Egipto, llegaron a entrar en Palestina. «No entraréis en la tierra en la que juré estableceros. Vuestros cadáveres caerán en este desierto y vuestros hijos serán nómadas cuarenta años por el desierto, según el número de los días que empleasteis en explorar la tierra, cuarenta días, cargaréis con vuestra culpa cuarenta años, un año por cada día. Para que sepáis lo que es desobedecerme» (Núm 14, 30-34).

Durante su estancia en el desierto Israel conoció la tentación y pecó contra Dios, pero también durante ese tiempo se formó como pueblo y se convirtió en el pueblo de Dios. El desierto es el espacio y los cuarenta años el tiempo en los que Israel se prepara para pasar de la esclavitud de Egipto a la libertad de la tierra prometida. Durante ese tiempo Israel aprendió a depender de Dios y a confiar en Él, fue probado por Dios, cayó en el pecado y, por la gracia de Dios, fue capaz de arrepentirse y convertirse.

Para expresar las relaciones entre Israel y Dios, el profeta Oseas utiliza la metáfora de un amante esposo (Dios) y una esposa reiteradamente infiel (Israel). Considera el desierto como el ámbito donde tuvieron lugar los amores de juventud entre Dios y su pueblo. Por eso el desierto es el espacio elegido por Dios para volver a enamorar a su esposa, atraerla a sí y reanudar su relación con ella en una nueva fidelidad: «Mira, voy a seducirla, llevándomela al desierto y hablándole al corazón… Allí me responderá como en su juventud, como cuando salió de Egipto» (Os 2, 16-17).

Cuarenta días son los períodos del encuentro con Dios de los grandes profetas. Moisés pasó cuarenta días en la montaña del Sinaí escuchando la voz del Señor que le transmitía la Ley (cf. Ex 24, 18) y el profeta Elías, sin probar más alimento que una sola comida que le proporcionó un ángel, pudo caminar por el desierto durante cuarenta días, hasta llegar al Horeb, el monte de Dios (1Re 19, 8). También Jesús pasó cuarenta días en el desierto, sometido como el pueblo de Israel a la tentación y preparándose para iniciar la vida pública. Pero a diferencia de Israel que sucumbió, en el desierto Jesús salió vencedor de las tentaciones del diablo.

Estas tradiciones acerca del desierto y los cuarenta años o días están en el origen del tiempo litúrgico de Cuaresma. Cada año, durante la cuaresma la Iglesia, como Israel, vuelve al desierto para encontrarse con Dios y escuchar cómo le habla al corazón.

Durante este tiempo, los cristianos nos preparamos para la Pascua realizando lo que Eusebio de Cesarea llama «el itinerario de la vocación celestial» mediante la lectura de la Palabra de Dios, la oración y la penitencia. La Cuaresma es el tiempo litúrgico apropiado para recibir el sacramento de la Penitencia bien confesando individualmente nuestros pecados o participando en alguna de las celebraciones comunitarias de la Penitencia que suelen ofrecer en iglesias y parroquias.

No nos podemos conformar con recibir la ceniza el Miércoles de Ceniza; es conveniente que nos reconciliemos con Dios y con los demás recibiendo sacramentalmente el perdón. Pues la Cuaresma es un tiempo de puesta a punto de nuestra vida espiritual. En ella nos preparamos para pasar de la esclavitud de la vida anterior en Egipto, la opresión del pecado, a la libertad de los hijos de Dios pues hemos sido salvados por la gracia. Como Moisés, dedicamos cuarenta días a escuchar la palabra de Dios; como Elías, caminamos al encuentro con el Señor resucitado sostenidos por el alimento espiritual, más que por nuestras propias fuerzas; y esperamos, como Jesús, con la ayuda de Dios salir victoriosos de la tentación y dispuestos a iniciar la misión que la venida del Espíritu en la Pascua nos va a encomendar.

 

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