Este fin de semana recé con el texto de la llamada de Dios a Moisés, que desde la zarza le encomienda una difícil misión: sacar a su pueblo de Egipto. Aquello no iba a ser fácil: habrá que resistir ante los egipcios, esperar a que sean ellos los que tengan que desistir y, finalmente, dejarlos ir. Pero lo logran: Moisés, de la mano de Dios, consigue sacar a su pueblo de la tiranía del faraón. Por delante: 40 años de desierto. 40 años… ¡casi nada!

Esto me recordó a ese niño ucraniano que recorrió 1000 km, con un teléfono apuntado en su mano, en busca de un futuro sin bombas ni destrucción. Respecto a él, el otro día vi la feliz noticia (menos mal, una buena noticia) de que por fin se había reunido con su madre. Todo un desierto por delante, esta vez con final feliz. Y como él, tantos y tantos que van atravesando ese desierto plagado de peligros, buscando la huida de una vida amenazada continuamente, con la esperanza de una «tierra prometida» que no es otra que un techo, un colchón, comida y protección.

Son tantos los desiertos que atravesamos a lo largo de nuestras vidas… Algunos son desiertos silenciosos, callados, que transcurren no solo externamente, sino también, sobre todo, internamente. Desiertos áridos, indeseados, no buscados, insoportables, a veces infinitos. Explanadas áridas abiertas ante nosotros; dudas que nos asaltan; becerros de oro a los que intentamos aferrarnos; maná que cae del cielo a modo de consuelo temporal; protestas y arrepentimientos por haber dejado lo que parecía, quizás no una vida plena, pero sí una vida en la que uno al menos podía saber lo que le esperaba y a qué atenerse.

Sin embargo, cuando se decide emprender ese camino, cuando se da ese primer paso sobre tierras tan inhóspitas, sí es verdad que no hay vuelta a atrás. Quemas tus naves y destruyes puentes de retorno, porque sabes que el desierto te cambia por dentro. Ya nunca serás la misma persona, pues el desierto es el encuentro con uno mismo; simboliza el límite en el que eres capaz de ver lo que importa, lo que añoras, lo que de verdad te llena…En definitiva, en el desierto te topas con el verdadero yo, el verdadero tú, con la vida al desnudo…y también con Dios.

Moisés no saca a su pueblo prometiendo una rápida solución a su estado. Solo tiene una promesa de parte de Dios y una confianza plena en Él. Así es como se atraviesa un desierto: cargados de fe y confianza, como lo hizo el niño ucraniano del que hablé antes. Sabiendo que el final no será inmediato, que los oasis serán esporádicos, que la sed abunda, que el calor asfixia y el cansancio parece ganarte la partida. Pero, por lo menos en lo que a mí respecta, siempre me ha merecido la pena. Y esto por experiencia lo digo y no porque quede bonito como final a este texto que escribo. Miro atrás y soy capaz de ver la presencia de Dios guiándome, sutil pero firme, a su ritmo, que no es el mío ni el de ninguno de nosotros (y eso que ya nos gustaría).

Ojalá los desiertos que a muchos les toca atravesar hoy (los de los corredores humanos, los exilios forzados y, también, los retos vitales que llegan sin avisar) sean desiertos acompañados, que fortalezcan por dentro sin endurecer el corazón y donde la esperanza sea siempre bastón y meta.

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