A lo largo de la Cuaresma se nos invita con mayor énfasis a la oración. No suele ser verdad que vengamos de un tiempo de desierto oracional o que la Iglesia interprete que como no hemos orado a lo largo del año, lo hagamos en este tiempo litúrgico. Si consideramos que la Cuaresma es un proceso de preparación cristiana para la Pascua de Cristo. Un largo itinerario de cuarenta días, donde ponemos a punto nuestro corazón para lo que nos va a tocar vivir junto al Señor. Una de las prácticas que debemos fomentar es el cuidado delicado de la oración. Entendamos que tenemos la necesidad y el deseo de crecer en relación de intimidad con Jesús, para poder acompañarle todos los días de su vida. No es otra cosa que alentar en nosotros ese espacio sagrado del encuentro.
La oración en cuaresma nos ayuda a aprender tres cosas fundamentales: abrirnos a la confianza, crecer en lucidez y afianzarnos en el amor. Es a través de la intimidad de la oración donde podemos sentir esa abertura al Misterio, la santa y justa cercanía a un Dios que siempre camina con nosotros en la cotidianidad. Es en la debilidad y en la fragilidad del desierto, donde sentimos que podemos generar espacios reparadores de consuelo. Todo este tiempo litúrgico bien podría ser un taller de discernimiento, para el cuál, necesitamos la Luz de Cristo que nos posibilite caminar en la dirección y el sentido de lo divino. Potenciar a lo largo de estos días ese ejercicio de lucidez que nos permite ver por dónde ordenarnos, qué elegir, delante de quién nos situamos… para ser más de Dios. Cimentar en nosotros para arraigarnos más en la experiencia del amor misericordioso: el único capaz de acoger y amar nuestras miserias. La profunda experiencia de la oración cuaresmal reside en avivar en nosotros el verdadero encuentro con el Señor; para que sirva, quizás en lo oculto y secreto de nuestro corazón, en ir transformando internamente aquello que somos. Expresar con nuestra vida aquellas palabras de santa Teresa de Jesús decía: «solo Dios basta»; requiere mucho tiempo de soledad habitada, de encuentro hondo y verdadero, con el Dios que nos salva.