Nadie piensa que el guardabosques sea alguien malo, tampoco que sea un vago ni que deje sus obligaciones a medio hacer. Ama la naturaleza, eso nadie lo duda, se pasea por ella día y noche, y conoce a la perfección cada rincón, porque parte del mérito de que continúe existiendo es de su trabajo y su honradez.
Sin embargo, la tarea del guardabosques puede ser poco imaginativa, porque el éxito de su trabajo radica en que todo siga igual. La naturaleza tiene su ciclo, que se repite primavera tras primavera con pocas variaciones. El objetivo es trabajar para que nada cambie.
Es reticente a la novedad, porque sabe que su bosque se diferencia por unas determinadas especies de árboles y de animales, y la presencia de nuevas especies sería un cambio impredecible y a evitar por todos los medios. A veces no recuerda que los bosques necesitan relacionarse con otros bosques para evitar la endogamia y enriquecerse mutuamente.
Trabaja con esmero, haya nieve o sequía, pero su amor al bosque le lleva a pensar que el suyo es el mejor. Sabe que su bosque es famoso por algunas especies y por un paisaje que ninguna región del mundo tiene y que otros no podrían conservar. Por eso se encarga de cuidar de determinados árboles y animales más que de otros, pero se olvida de que en la naturaleza cada ser vivo, por pequeño que sea, cumple su función.
Este espíritu de conservación hace que el guardabosques desconfíe del hombre. Asume por experiencia que las causas de la contaminación, los incendios y extinción de especies no suelen venir de la naturaleza. Es el género humano el que trae casi todos los males al bosque. Con el objetivo de evitar males mayores, pone trabas al hombre para que no pueda entrar en el bosque y con ello salvaguarda la naturaleza, pero impide a los excursionistas pasear y a los scouts tocar la guitarra bajo la luna en verano.
Cada mañana, nuestro personaje se levanta y contempla la Creación y recuerda con cierta nostalgia su infancia, cuando el bosque era un lugar mucho mejor: más puro, con más animales y menos humanos. Pero me resisto a pensar que Dios no sepa acoger la novedad, que quiera a unos más que otros y, sobre todo, que no siga confiando en el hombre. Me niego a pensar que Dios −y con él los guardabosques− solo ponga la mirada en el pasado y que no vea el futuro con ilusión y buenas dosis de esperanza.