Hace unos días se estrenó en un teatro de Italia una versión de la ópera Carmen. Algo que no debería ser noticia por tratarse de una obra tan universal, sin embargo esta vez está cargado de polémica por un cambio de última hora. En vez de terminar con la muerte de Carmen, la protagonista planta cara al agresor evitando el fatal desenlace. Un giro inesperado que pretende evitar que el asesinato de una mujer anticipe el aplauso final.
Me alegra que esta vez la reivindicación piense más en las víctimas –que desgraciadamente son demasiadas– que en los propios derechos o privilegios de los artistas del momento. No es extraño que la cultura tome un papel reivindicativo. Incluso muchas de las corrientes artísticas se ha caracterizado precisamente por esto mismo. Creo que es necesario que el arte sea capaz de auscultar los problemas de la sociedad, que pueda expresar su sufrimiento y sea puente para mostrar al mundo muchos infiernos cotidianos. Lamentablemente, a veces se nos olvida que para que la denuncia y la solidaridad sean efectivas tienen que encontrar el tono de voz adecuado. Porque la causa justa –y esta lo es– puede quedar empañada si el tamaño del símbolo impide ver el auténtico significado. Porque no solo cuenta el fin, sino también el medio.
Luchar contra el machismo nos compete a todos, pero también lo es acertar con los medios adecuados. Creo que no es cuestión de cambiar los guiones, retocar cada obra maestra o reinventar cada evento cultural, porque de esa forma acabaríamos adulterando todo por escuchar lo que realmente queremos oír –aunque el problema lo merezca–. Y esto es complicado, porque hay demasiadas causas legítimas. Se trata más bien de mostrar la realidad en toda su crudeza –con lo bueno y con lo malo–, e ir más allá siendo capaces de cambiar la sensibilidad del espectador para que desde su propio juicio pueda acoger la esencia de lo que contempla y dejarse conmover en lo profundo. Es difícil, sí, pero puede ser la delgada línea entre la conciencia seria o la polémica ruidosa.