Antiguamente se decía que «los trapos sucios se lavan en casa». Pero todo lo antiguo es viejo y lo viejo ya no vale. La venganza de Shakira en forma de canción se ha convertido en el tema de actualidad; un despecho amoroso que en pocas horas ha logrado millones de visualizaciones en internet así como la vuelta a la fama del viejo Renault Twingo. Los tertulianos de la radio y televisión analizan la letra de la canción de modo pormenorizado, buscando en los afectados declaraciones en forma de reacciones, indirectas o comentarios de Twitter. Todo parece muy divertido: el morbo de una chica despechada, guapa y triunfadora, que se venga de su ex pareja criticando a su nueva novia y bromeando con sus hipotéticos problemas con el fisco. Repito, todo parecería muy divertido si no hubiese dos niños por medio.

Si dejásemos el móvil a un lado y nos diésemos cuenta de que hay una familia destrozada, herida y rota que airea –y gana dinero con– sus miserias… Y es que, en esta historia, como en tantas cosas en la vida, cuando los adultos dejan de serlo son los niños los que pagan los platos rotos. El debate no es que la gente no pueda quejarse, protestar o expresar sus sentimientos: esto no va de libertad de expresión, aquí la cuestión es que toda esta historia no es otra cosa que una apología de que la venganza no solo es buena sino que debe ser pública. Da igual humillar a terceras personas o hacer que los hijos escuchen como critican a sus padres. Tú exprésate, que eso es lo importante.

Mi esperanza es que todo esto sirva de contraejemplo. Que al ver este espectáculo haya parejas y matrimonios que caigan en la cuenta de que el bienestar de los hijos es mucho más importante que los impulsos más primarios. Y que la dignidad del prójimo, como la propia, es un bien que viene de Dios. Y eso es sagrado.

(Mientras el vídeo se hace viral otro bombardeo ruso sobre Ucrania causó varios muertos civiles)

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