Un amigo mío siempre dice que nos caen mal las personas en las que vemos lo que no nos gusta de nosotros mismos. No soportamos a los envidiosos porque nos recuerdan nuestra propia envidia. Lo mismo nos pasa con los aduladores, los mezquinos o los hipócritas. Y así, hasta una larga lista. Odiamos aquello que nos recuerda nuestras propias miserias, como si temiésemos que la gente supiese cómo somos realmente, a la vez que admiramos a los que han llegado al lugar que siempre hemos soñado.
Que en los demás vemos el reflejo de nuestro comportamiento lo encontramos hasta en la Biblia. En el Antiguo Testamento es célebre ese pasaje donde Natán le narra a David la historia del aquel hombre rico que le robó una corderilla al pobre de su pueblo para homenajear a un huésped. David, al escuchar la historia, saltó encolerizado, pidiendo la cabeza de aquel rico egoísta que no había tenido compasión del pobre campesino. David quedó estupefacto cuando el profeta Natán le contestó: «¡Eres tú!» David veía cómo se desmoronaba su imagen ante los demás –ungido por Dios, modelo de gobernante y creyente– haciéndose público el asesinato de Urías y la relación indigna con Betsabé.
Ayer circulaban por internet multitud de vídeos con cánticos y gritos de pésimo gusto entre colegiales mayores en la ciudad universitaria de Madrid. Las tertulias de radio y los comentarios en la prensa eran unánimes: condenaban lo sucedido y pedían medidas ejemplares sobre los instigadores de aquel hecho. El hecho es obviamente lamentable y los gritos, más allá del efecto que causase el alcohol, la tradición o la testosterona son penosos y condenables, por decir algo suave. El problema es que quizás nuestra indignación oculte las veces que nos comportamos como energúmenos sobre aquel al que consideramos débil. El insulto público amparado en la masa no es más grave que el comentario insultante, vejatorio o soez sobre una persona en un pasillo o grupo de WhatsApp. Condenamos lo ruidoso cuando nosotros mismos hacemos lo mismo de manera sibilina. A Jesús lo mandó a la cruz una multitud que gritaba histérica. Pero la auténtica condena a muerte se fraguó con miles de comentarios –y cuchicheos– muy educados, en voz tenue.
Quizás esto vaya más allá de condenar al culpable y la clave sea ver, de la mano del Señor, nuestro comportamiento con el prójimo. Gritemos o no.