Leemos estos días abundantes relatos de excesos vacacionales de jóvenes de toda Europa en zonas de veraneo del Mediterráneo. Dicho sea, de entrada, que hay otros muchos jóvenes que probablemente ven con desagrado esas actividades. Y que no se puede generalizar sobre algo así. Pero, hecha esa puntualización, no deja de ser inquietante la proliferación de conductas excesivas y de riesgo. El balconing, las ofertas que mezclan intercambio de sexo y alcohol en condiciones degradantes. Las drogas variadas −ahora se alerta sobre la droga caníbal, pero hay tantas otras−. Y surgen preguntas. Preguntas que alguien −tal vez cada uno en lo que nos toca− tenemos que intentar responder.

¿Aplican los padres de esos jóvenes, a veces recién llegados a la mayoría de edad, una política de ponerse la venda y no querer saber? ¿No pueden hacer algo más las autoridades locales o nacionales? ¿O es que es impopular la idea de plantar cara a ciertas cosas? Y, por otra parte, ¿hasta dónde pueden imponerse límites a la libertad de otras personas? ¿Qué les está ocurriendo a generaciones de chavales que necesitan el vértigo, lo extremo y el desfase como única forma de sentirse realizados? ¿Es que no somos capaces de ofrecer un horizonte de sentido diferente? ¿O es acaso una mirada prejuiciosa de los que nos vamos haciendo mayores sobre los jóvenes, una eterna cantinela que se repite, generación tras generación, diciendo: «nosotros no éramos así»? ¿Es una exageración la imagen que dan los medios? Pensando en cómo se van elevando los umbrales de exceso ¿Hasta dónde puede llegar la pendiente en la que, lo que hoy es impensable, mañana es posible y pasado mañana se vuelve frecuente? Preguntas, y más preguntas. Pero alguien tendrá que intentar ofrecer respuestas. 

  

 

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