Estos días el mundo recuerda con extrañeza mayo del 68. Mucha gente piensa que aquella primavera francesa fue un estrepitoso fracaso y causa de muchos males. Para otros se trata de un punto de inflexión político, social y cultural que puso en cuestión el modo de entender la vida de muchos ciudadanos de la vieja Europa. Fuese un éxito o un fracaso –puede que un poco de todo–, se convirtió en el icono de una juventud que no había vivido las penurias de la guerra y que sentía que la magnitud de sus sueños no encajaba en los viejos esquemas de sus padres.
Curiosamente, hace más de dos mil años, los griegos y los romanos ya se quejaban de que la juventud iba siempre a peor, que antes los jóvenes no eran así y miraban con recelo su porvenir en manos de personas inmaduras. Algo tendrá el inevitable paso de los años que inocula este virus que lleva a mirar con recelo a los hijos de cada época. Al tiempo que los jóvenes se ensimisman al admirar su fecha de nacimiento y su futuro prometedor, los mayores menosprecian su corta experiencia y su escasa sabiduría de la vida. Con más o menos matices, ahora también pasa. A veces, sin quererlo, miramos solo lo negativo, obviando que los jóvenes son producto –para bien o para mal– de los que les precedieron y que escuchar a los que vienen detrás nos ayuda a diseñar, intuir y construir el futuro entre todos.
Porque la juventud decadente no es la que se queja, la que viaja mucho y gasta más, la que se lo pasa bien y maneja redes sociales y tecnología cara o la que cuestiona las estructuras. Los jóvenes decadentes son los que no se hacen preguntas y no quieren vivir desde el amor, los que no sienten pasión por nada, los que se dejan engañar por los prejuicios y no son capaces de elegir, los que dan las cosas por supuestas o los que no sueñan con cambiar el mundo. Ser joven implica tener grandes horizontes, saber mirar al futuro con esperanza y no conformarse con poco. Ojalá que hoy –como hace cincuenta, y también dos mil años– siga habiendo jóvenes dispuestos a tener voz, a pensar más allá de su ombligo y a descubrir que esto de vivir merece realmente la pena.