Nunca antes me había pasado. Habré escuchado centenares de discursos institucionales en tres décadas y media de carrera profesional: papas, reyes, jefes de Estado, presidentes, ministros, altos ejecutivos… Con ninguno me había pasado.
No puedo decir que el mensaje me pillara a traición porque yo mismo lo he repetido decenas de veces en retiros y charlas. Se lo he dicho a mucha gente, a mucha. Pero escucharlo renacido en la voz de una anciano de 86 años al que un cuarto de hora antes había visto medio desmadejado en el auto blanco que lo conducía a toda velocidad por el parque Eduardo VII produjo en mí una impresión de novedad.
Quizá era eso, como dijo el propio pontífice más adelante: «El amor de Dios llega por sorpresa, no está programado». Y a mí me llegó así de sus labios: de sopetón, como si fuera la primera vez que alguien me decía que soy un hijo amado tal como soy, no como querría ser o como querrían los demás que yo fuera.
Se me hizo un nudo en la garganta. Y cuando Francisco fue al meollo de lo que quería decir, del mensaje –sencillo pero contundente, lleno de lecturas, cargado de profundidad– que quería poner en el corazón de los jóvenes, cuando dijo que «en la Iglesia hay espacio para todos, para todos, ninguno sobra, ninguno está de más», ya no pude contenerme.
Así que cuando invitó a los jóvenes a repetir en voz alta, con escandalera, «TODOS» y resonaba el adverbio en muchos idiomas, se me saltaron las lágrimas en el corralito de prensa. Lo confieso. No por nada sino porque me acordaba de tanta gente a la que, sin querer o intencionadamente, la Iglesia ha ido dejando fuera porque no encajaba en el molde ideal. No quiero poner nombres ni describir situaciones personales, aunque podría. No quiero condicionar el mensaje en ningún sentido porque ya se encargaron en cuestión de minutos de manipularlo a conciencia.
Se me saltaron las lágrimas emocionado, conmocionado, traspuesto porque vi que eran palabras de misericordia hacia tantos como se han sentido -con razón o sin ella- rechazados. No por el Vaticano o los curas así en abstracto, sino por mí y los que son como yo: miembros insignificantes de la Iglesia militante.
Sí, me hizo llorar el Papa. Lloré por la Iglesia, que es tan suya como mía, incluso de quienes tergiversan las palabras para arrimar el ascua a su sardina, no importa desde qué lado. Touché. Tocado y hundido. Roma locuta, causa finita. Deo gratias.