El día que fue elegido Francisco yo era novicio, y recuerdo afirmar horas antes a un grupo de adolescentes que era imposible que un papa fuera jesuita. También recuerdo las caras de mis compañeros que había oído hablar de su trayectoria en Argentina.
Y aunque nunca le pude saludar personalmente, sí le he visto pasar alguna vez cerca y puedo decir que he sentido la emoción de escuchar su voz afable y, por qué no, seductora. Y también la de tantos jóvenes que se han emocionado al escucharle, de una u otra forma, porque como buen jesuita, no dejaba a nadie indiferente.
Me reconozco un gran admirador y he tenido la suerte de leer muchos de sus escritos y discursos. No dudo en defender que es el gran profeta y el líder indiscutible de este siglo. La lista de frentes, causas y temas que ha abordado es gigante, desde lo teológico y eclesial a lo político y social, mucho más de lo que piensa la prensa. También creo que es un hombre que, como Benedicto XVI, sabía captar lo que pasaba en el corazón del ser humano en el siglo XXI. Pero quizás lo más me llama la atención en estos días es su “por favor, no dejen de rezar por mí”, algo que repetía en numerosas ocasiones, como cuando fue elegido papa.
Esa quizá es la clave de su vida, y la esencia de todo cristiano. Reconocer que somos frágiles y pecadores, pero con Dios podemos hacer grandes cosas, porque sencillamente nos sostiene en lo escondido. Estos días no son para estar tristes, más bien son días para reconocer la grandeza y la esencia de un gran profeta que Dios ha regalado a su Iglesia, y también a toda la humanidad.
Descansa en paz, Francisco, no dejaremos de rezar por ti, sabiendo que tú nunca dejarás de interceder por nosotros, por la Iglesia y por la humanidad desde el cielo.