En mayo de 2016, cuando estudiaba Filosofía en Roma, a algunos de los que trabajábamos en la parroquia de San Saba nos invitaron a la misa que el papa Francisco preside habitualmente en Santa Marta. Después de la celebración, los asistentes podíamos saludar al papa y darle la mano. Era, sin duda, un momento emocionante. Sin embargo, cuando el pasado jueves Francisco atravesó con el papamóvil el parque Enrique VII de Lisboa, esa emoción fue todavía mayor. Yo había estado ya muy cerca del papa, tan cerca como para poder estrecharle la mano, ¿por qué ahora, a casi cien metros de mí, su presencia tiraba de esas cuerdas que hacen subir mar a los ojos? Eché un pequeño vistazo alrededor: todos los rostros estaban como el mío.

No tengo nada claro que mi respuesta sea generalizable, pero me gustó caer en la cuenta de esa diferencia entre Roma y Lisboa: cuando le di la mano al papa en Santa Marta, se la estaba dando a Francisco. Otros dirán a Jorge Mario Bergoglio. Pero cuando se ve a esa misma persona salir al encuentro de una multitud venida de todo el mundo, que le muestra su amor emocionada e incluso llora al verle, entonces se entra en otra dimensión. La historia se estira a lo largo y a lo ancho desde un pequeño punto de la tierra, trascendiendo este parque de Lisboa a las seis de la tarde: ese señor algo encorvado, vestido de blanco y que pasa bendiciendo a todos es ni más ni menos que el sucesor de Pedro, aquel pescador de Galilea al que Jesús dio, de algún modo, un lugar preferente entre los discípulos. Ese sentido ilumina la historia, y todos volvemos allá, de alguna forma.  ¿Qué pensarían aquellos hombres y mujeres si una máquina del tiempo los trajera aquí ahora y vieran todo esto?

A veces podemos pensar que la mirada creyente sobre la realidad es el fruto de la oración personal, de la gracia que poco a poco acogemos mezclada con la vida. Pero en estos momentos uno se da cuenta de que también se genera cuando otros ojos –millones de ojos, en este caso– miran lo mismo que uno está mirando y se producen reacciones parecidas. Entonces esa multitud que se despliega como río por un parque de Lisboa ya no es solo la suma de miles de individuos aislados, ni siquiera de los miles de comunidades de jóvenes que han venido a encontrarse con el papa. Es el cuerpo joven de Cristo, aquel del que no nos informan los Evangelios, que pasaron de la niñez a la edad adulta, y que ahora se deja ver. Juventud oculta de Jesús, desvelada cada vez que vemos a su Espíritu rejuvenecer la Iglesia y el mundo.

 

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