“Ha tocado la gloria”, decimos a veces cuando alguien consigue una victoria o alcanza un éxito importante. Normalmente, la cara de quien logra algo así refulge, brilla de satisfacción y de contento. Es la versión más terrenal de la gloria, sí, pero nos ayuda a comprender eso que el pueblo judío llama kabod, una especie de resplandor que señala el paso de Dios por la vida. Como si la vida divina, que se entiende lejana y hasta inalcanzable, de repente se cruzase con la nuestra por un momento, dejando tras de sí solo su huella.

La vida de Jesús no fue una vida de gloria, según los esquemas habituales. Es verdad que hubo personas que se dieron cuenta de que “Dios estaba visitando a su pueblo”. Pero no podemos decir que morir en una cruz tenga nada de glorioso. Al contrario, se trataba de una ignominia. De alguna manera, viniendo a este mundo, la vida del Hijo de Dios perdió su gloria. Sin embargo, el credo afirma que, cuando vuelva, lo hará con ella, portando el resplandor de la vida de Dios. Obviamente, esta afirmación no se puede entender sino a partir de la experiencia de la resurrección, anticipo de ese evento definitivo que es la segunda venida de Cristo. De la fe en esa segunda venida está hablando el credo.

El camino de esta vida se desarrolla en penumbra. Es difícil hablar de una oscuridad total, pero también de una claridad absoluta que ahuyente para siempre la duda. Venir con gloria significa creer que el Sentido y el Amor que abrazan toda la historia humana se harán, al final de los días, definitivamente claros. Porque creemos que la historia no finaliza en la nada, sino que es el Resucitado quien nos espera, ya desvelado.