Uno de esos conceptos que ha olvidado nuestra cultura contemporánea es la comprensión de la gloria. Porque quizás preferimos utilizar vocablos más propios del marketing como el éxito o los logros, pero que son menos religiosos y también mucho más limitados, por qué no reconocerlo. Y curiosamente, eventos como los Juegos Olímpicos que estamos viviendo estos días nos recuerdan que es algo propio del ser humano, y que de alguna forma todos anhelamos, y todos necesitamos. Incluso está hecha para ser compartida, algo que no cuadra con buena parte de nuestra cultura y pensamiento actual.
La gloria no es ganar, tener la medalla de oro, acumular reconocimiento, dinero o placer. Es algo mucho más grande, y mucho más accesible. Es la alegría con mayúsculas que resulta de las buenas acciones y de las grandes cualidades de una persona. Por tanto, la gloria no se limita a la victoria de un hecho, sino que es la victoria de toda una persona, por tanto aspiramos a ella cuando hacemos un Camino de Santiago, ganamos en los Juegos Olímpicos, en los paralímpicos o superamos un duro examen, donde más allá de la nota, brilla la victoria de una persona que se ha vencido a sí misma y a las distintas adversidades.
Aspirar a la gloria implica aspirar al reconocimiento de las virtudes del ser humano, de un modo de vivir que nos hace más plenos, más humanos, más divinos. Es reconocer que en nosotros hay una llama que flamea más allá de las dificultades, de los éxitos y de los fracasos que podamos vivir. Es en ella donde el sufrimiento pasado cobra sentido.
La gloria es el reflejo del Dios de la vida que nos hace mejores personas, y en nuestra mano está poder aspirar a ella en las pequeñas y en las grandes gestas de nuestro día a día.