Como los autobuses pasan tan raudos, no da tiempo a fijarse bien en los carteles que cuelgan de las farolas. Así que cuanto pude leer de la banderola por una avenida principal de mi ciudad era ‘Vives para dar gloria’. Vaya, me dije, otra de esas campañas publicitarias con mensaje implícitamente cristiano que menudean en los últimos tiempos. Bien está que se nos recuerde para qué hemos venido al mundo.
En efecto, vivimos para dar gloria a Dios. San Ignacio decía, con lenguaje de su época, que el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Su Divina Majestad. Todo cuanto hacemos, sea a mayor gloria de Dios, AMDG, que sigue siendo el lema de la Compañía de Jesús.
En la siguiente manzana de la misma avenida agucé la vista y leí el mensaje completo en el cartel publicitario que tanto me había llamado la atención: “Vives para dar gloria y ganarla”. Como era otro tipo de letra con diferente color, me había pasado inadvertido, aunque deduje entonces que no se trataba de ningún recordatorio del principio y fundamento de nuestra existencia sino de algo más mundano.
Porque la gloria a la que alude la campaña promocional tiene que ver con el triunfo del matador en la plaza de toros, cuando toca la gloria de los hombres con los dedos si remata una faena de puerta grande y los capitalistas lo sacan a hombros. Esa era la gloria a la que se referían los anuncios: la vanagloria de este mundo, tan efímera como la memoria de los triunfos personales, profesionales o laborales, que duran cada vez menos.
Así que, en efecto, vives para dar gloria. Pero de la de verdad, de la que ensalza a Dios y no a los hombres.