A nadie puede pillar de sorpresa que la situación de la pandemia vuelve a empeorar, si es que en algún momento llegó a mejorar. Los datos de contagios, saturación hospitalaria e incidencia en población de riesgo vuelven a activar las alarmas y el confinamiento domiciliario resurge como única barrera conocida para frenar el avance. Todo esto nos suena, aunque lo hayamos querido esconder bajo una huida banal que ya no es capaz de ocultar el problema. Hemos vuelto a aquellos primeros días de marzo, la pregunta es ¿hemos vuelto igual? Un sí sería una auténtica tragedia, pero nuestros actos apuntan precisamente en esa línea.

El confinamiento domiciliario llega, como decía aquella canción, aunque no quieras. La cuestión que se nos plantea es qué vamos a hacer, cómo vamos a actuar y qué vamos a proponer. Cierro un poco más el foco, ¿qué vamos a hacer como Iglesia –todos, no solo la jerarquía– ante un nuevo cierre de la vida social? La responsabilidad que hemos venido pidiendo durante estos meses nos interpela también a nosotros. Estos meses hemos aprendido a cuidarnos, a celebrar con nuevas medidas, todo ese aprendizaje no puede caer en saco roto y volver como si nada a la casilla de salida. Por eso es bueno que tengamos en el corazón, que es donde las ideas son capaces de tener un rostro concreto, algunos aspectos claves.

  • La vivencia comunitaria de la fe no es accesoria, no era un privilegio de un tiempo pasado. Necesitamos la comunidad, necesitamos el nosotros de los hermanos, de la familia de la fe. El cristianismo no es un relación individual de cada uno con Jesús, es una relación personal vivida en comunidad.
  • La presencialidad es fundamental. Las tecnologías nos acercan, nos ponen en relación y salvan las distancias, pero no nos permiten estar plenamente. No se trata de blanco o negro, de si lo virtual es bueno o malo, sino de ordenarlo y darle su puesto. Para algunos será la mejor o incluso la única opción, y por eso es una grandísima oportunidad. Pero sin olvidar que siempre que podamos hacerlo con seguridad debemos procurar la presencia real, cuidar el encuentro en las mejores condiciones posibles.

  • La Iglesia debe estar en el calvario. Uno de los iconos de la Iglesia naciente son María y Juan al pie de la cruz: ahí donde nadie quiere estar, está la Iglesia. La oración desde nuestros hogares es fundamental, pero también debemos buscar la forma de estar en los hospitales, en las residencias, en las casas sin ingresos…
  • La Iglesia es testigo de la Esperanza en la muerte. Quizás no nos hemos atrevido a pensar lo que supuso tantos miles de entierros a solas, tantos féretros sin lágrimas, tantos velatorios sin nadie que velase. Pero hay miles de heridas que aún no se han cerrado. La Iglesia acompañó y debe acompañar ese dolor, estando junto a las fosas, siendo la luz que no se apaga cuando no hay más pábilos que encender.

Y ahora, ¿cómo garantizamos esto? Esta pregunta debería martillear nuestras sienes y ocupar nuestras fuerzas. Es tiempo de ser creativos, de poner los talentos al servicio, de encontrar formas que nos permitan vivir intensamente nuestra fe sin poner en riesgo la salud de los otros. La vida de fe, la experiencia de encuentro con Dios, son una dimensión fundamental para una salud integral de la persona. 

La opción más fácil es esperar a lo que nos manden, pero la opción fácil no suele ser la opción mejor. Dios nos ha dado capacidades para imaginar nuevos caminos, atrevámonos a proponer y ofrecer alternativas. Que nadie pueda decir «no estaban cuando les necesitábamos». Es tiempo de ser Iglesia, de ser comunidad vida, espacio de salvación. Por eso, busquemos incansablemente qué nos pide el Señor hoy, hay muchos que nos necesitan.

La experiencia del primer confinamiento nos descubrió las ventajas que el mundo virtual pone a nuestro servicio: conexión, cercanía, compañía. Por eso no se trata de rechazar las propuestas virtuales, todo lo contrario, se trata de valorarlas como enriquecimiento no como parche. Es tiempo de imaginar caminos nuevos, de buscar formas seguras de vivir la fe, de poner en valor lo que aportan las redes sociales, de descubrir la conexión entre vida de fe personal y vida comunitaria. En definitiva, atreverse a andar el camino que tenemos delante, no es un camino sencillo pero es el nuestro. No podemos vivir paralizados por el miedo, no podemos escondernos, es tiempo de vivir y anunciar el Evangelio también en medio de esta pandemia que nos aflige.

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