Hace unos días volví a entrar en nuestra parroquia después de casi dos meses sin hacerlo. Al traspasar el umbral de la puerta, tuve la impresión de que el tiempo no había pasado por ella. En el corcho de la puerta colgaban los carteles de las Pascuas Magis y de la obra de teatro de la Compañía Magistral. En el presbiterio estaba la decoración con la que habíamos ambientado la Cuaresma: color morado, símbolos que deberíamos haber ido trabajando a lo largo de los domingos cuaresmales, carteles… Todo parecía haberse congelado en aquel día 11 de marzo en que cerramos sus puertas.
En aquel momento me invadió una sensación extraña. Puesto que, pese a que por allí parecía no haber pasado el tiempo, en mi interior sentía que estábamos en Pascua. Paseando entre los bancos silenciosos recordaba todo lo que habíamos ido viviendo a lo largo de las semanas de confinamiento: los inicios llenos de actividades de todo tipo, el relajamiento posterior, la intensidad de la oración, las oraciones, eucaristías y celebraciones online, la Semana Santa, aquella extraña sensación de falso final al comenzar la Pascua, y la ligera apertura de las medidas de desconfinamiento que vamos poco a poco ensayando. Todo aquello era real, pese a que aquel ambiente congelado en la Cuaresma pareciera desmentirlo. La verdad es que en aquella iglesia silenciosa todo era extraño, muy extraño.
Aquella situación me hizo reflexionar mucho posteriormente. Puesto que pensé que en nuestra vida tenemos el peligro de volver a la normalidad haciendo un paréntesis con todo lo anterior y olvidando lo que hemos vivido y aprendido. Algo semejante a lo que les ocurre a los habitantes de la ciudad de La Bella Durmiente, que despiertan después de cien años dormidos y reanudan aquello que estaban haciendo, sin ser conscientes de todo lo que ha pasado entre medias.
Por ello, creo que tenemos un reto si de verdad queremos alcanzar una ‘nueva normalidad’ y no volver simplemente a la ‘normalidad’ que teníamos antes. Puesto que, estoy seguro de que todas estas experiencias nos han hecho aprender, valorar y experimentar muchas cosas. Y así, no somos los mismos de antes, ya que, a lo largo de estos dos meses de confinamiento, en nuestro interior han cambiado muchas cosas, y Dios ha trabajado sin descanso, ayudándonos a ser mejores. Ahora se nos plantea el reto de no caer en la trampa de volver a aquella Cuaresma de la que salimos, o de hacer un paréntesis, recoger todo con prisas y lanzarnos a la vida pensando que ya lo sabemos todo. Tenemos pues que ser pacientes, recordar, confiar en Dios y, de su mano, ir aprendiendo a habitar esta ‘nueva normalidad’ tanto por dentro como por fuera.