Hubo un momento en mi vida de fe que marcó un antes y un después. Fue el día que descubrí que los pobres a los que hacía referencia Jesús en su Evangelio no eran los pobres que yo veía sentados pidiendo limosna cada domingo a la salida de misa. O más bien, que esos no eran los únicos pobres de los que Jesús hablaba. El día que entendí que los pobres de Jesús no eran los pobres materiales sino los pobres de espíritu, su mensaje me pareció, de golpe, tremendamente revolucionario. Hasta entonces me había parecido bonito; quizá un tanto utópico, pero sin duda conmovedor e ilusionante. Sin embargo, había algo de ese mensaje que me hacía sentir ajena a él.
Yo no era leprosa, ni ciega, ni sorda. A mí nadie me había intentado apedrear por mi vida pasada, ni me había gastado toda la fortuna de mis padres viviendo una existencia fuera de mis posibilidades y después había vuelto pidiendo cobijo. Yo era una chica normal, de las del montón. Venía de una familia estructurada en la que nunca me faltó de nada; sacaba buenas notas pero nunca alardeé de ello. Siempre estaba dispuesta a echar una mano y supongo que habría sido de las que se hubiese parado a ayudar a aquel hombre al que unos ladrones atacaron yendo de Jerusalén a Jericó.
En mi reducción simplista de pobres y ricos, mi educación, mis valores, y mis circunstancias vitales me convertían claramente en miembro del segundo grupo. Los pobres eran los otros y yo debía encargarme de que dejaran de serlo, tal y como había hecho Jesús. Como decía: conmovedor, bonito… pero nada que no se hubiera dicho antes. También muchos activistas previos a Jesús, movidos por el deseo de erradicar las injusticias, lo habían dejado todo para tratar de hacer del mundo un lugar más justo. Basta un poco de sensibilidad y humanidad para darse cuenta de la desigualdad y querer paliarla. Así, los ricos son los salvadores, y los pobres los salvados. Y colorín colorado, la injusticia se ha acabado. Y si no se ha acabado, por lo menos se ha hecho cuanto se ha podido, lo cual, en cierto modo, relativiza lo trágico de la situación. Es un buen planteamiento, sobre todo cuando se es de los que salvan.
Sin embargo, ahondando un poco más en el Evangelio, uno descubre que el mensaje de Jesús ofrece la salvación para todos los pobres de espíritu. Estos pobres de espíritu pueden ser ciegos o cojos a los que podría parecer que la vida ha tratado injustamente, pero también pueden ser acomodados recaudadores de impuestos o jóvenes ricos que, teniéndolo todo, sencillamente se niegan a compartirlo. El mensaje de Jesús no está sesgado para unos pocos, porque pobres de espíritu somos todos. Todos estamos necesitados de salvación. La inclusión y la universalidad de Jesús son los que hacen de su propuesta una invitación radicalmente nueva.
Creo que si algo ha dejado en evidencia esta pandemia es la diversidad de nuestras pobrezas y la capacidad de la Iglesia para estar junto a ellas, tratando de solucionarlas cuando es posible, y acompañándolas y orando por ellas cuando ya no se puede hacer nada más.
Nuestros espíritus se han visto bruscamente zarandeados durante estas últimas semanas y los hemos sentido más pobres que nunca. El miedo ante la enfermedad y la muerte; la preocupación por el porvenir económico y el desempleo; la dificultad para afrontar la convivencia o la soledad; la necesidad de entender todo lo que estaba ocurriendo desde la fe y la trascendencia…
La Iglesia (que conviene recordar que somos todos los que la formamos) ha estado ahí, al pie del cañón. Ha repartido comida a los que esta crisis ha afectado más fuertemente a nivel económico; se ha puesto a disposición de quien ha necesitado ayuda espiritual o psicológica; ha elaborado con una rapidez pasmosa materiales de pastoral que pudieran servir a personas de todas las edades; ha dado voz a aquellos países silenciados de África en los que el coronavirus podía suponer una amenaza especialmente importante; ha rezado y puesto delante de Dios el sufrimiento de tantas personas conocidas y desconocidas; ha acogido a los que no tenían una casa en la que pasar la cuarentena; ha seguido manteniendo vivos los grupos de fe juveniles, las Eucaristías en streaming, los apoyos escolares… Y la lista sigue.
Como siempre, la Iglesia ha estado rápida en detectar las pobrezas de espíritu y se ha puesto a su disposición. Y también como siempre, lo ha hecho de manera discreta, sin buscar reconocimiento.
Parece que alabar a la Iglesia siempre nos da un poco de respeto. Nos da miedo que alguien vaya a pensar que estamos a favor de los curas pederastas, o de la Inquisición. La Iglesia no es perfecta, no. Pero hay mucho Evangelio viviente en ella y yo me siento orgullosa de ser miembro de un mismo cuerpo con otros. Aunque no hagamos sonar las trompetas, creo que nuestra respuesta como Iglesia ante la crisis de la COVID-19 ha sido para quitarse el sombrero.