El otro día acudí con mi hijo pequeño de dos años, como cualquier domingo a la eucaristía de mi parroquia. La cosa es que decidí hacer un ejercicio de investigación poniéndome en los ojos y en la cabeza de este niño.

Me gustó ver cómo los feligreses le saludan como lo que es, un miembro más de la parroquia y él les saluda sin extrañar, a pesar de ver a esas personas sólo de semana en semana. Luego se dedicó a imitar algunos de los gestos que los adultos a su alrededor hicimos: la señal de la cruz, levantarse, sentarse… arrodillarse (o al menos intentarlo) en la consagración y la interacción entre él y las demás personas allí presentes con miradas, sonrisas, comentarios en susurro…

Por supuesto hubo momentos de desconexión, y de atención a su muñeco de la patrulla canina, ante el que no puede competir ninguna imagen allí presente. Cuando llegó el momento de la comunión, yo le llevé conmigo a comulgar claro y él recibió la señal de la cruz en la frente (cosa que animo a todos los sacerdotes a hacer a los niños pequeños en la eucaristía). No se extrañó, puesto cada semana recibe este signo y, aunque probablemente para él sea algo inexplicable ahora, estoy seguro de que dentro de un tiempo, podrá experimentar conscientemente aquello que significa.

En conclusión, me llevo que con dos años poco (o casi nada) se entera de lo que está pasando allí. Por supuesto que no entiende las lecturas o la homilía y mucho menos las contestaciones, pero lo que sí está viviendo es una experiencia religiosa, acompañada y guiada, que le va a llevar a vivir un hecho religioso, que el día de mañana será importante para poder responder personalmente a la invitación que Jesús le hace a seguirle.

En definitiva, creo que hay que ofrecerles a estos pequeños la experiencia de la eucaristía. Y hacerlo acompañándolos y dejándoles que investiguen, imiten y disfruten de ese momento. Porque, ¿es que acaso los adultos entendemos todo lo que allí está pasando? O ¿hay veces en las que simplemente nos abrimos al misterio?

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