Uno de los aspectos más sonados entre los diversos análisis sobre la persona de hoy es la infantilización. Es decir, que nos quedamos algo infantiles en nuestro modos de vida. Valga como ejemplo: la persona de cierta edad todavía con la ropa adolescente, intentando demostrar una fachada juvenil cuando las canas y los achaques le recuerdan cada mañana que ya sus huesos tienen cierta edad… como no puede ser de otra manera, nuestra pastoral, recoge el guante social.

Estoy seguro de que esto tendrá muchos detractores. Pero soy un convencido de que una cierta manera de vivir la fe y de evangelizar, infantiliza. Un retroceso a características más propias de la infancia que de la edad madura. Todo proceso personal, incluido el de la fe, tiene que dotar a la persona de un crecimiento. En este caso, relacionado con la hondura y con la conexión profunda con el misterio de Dios. Madurar pastoralmente es madurar en la relación con Dios y con la vivencia de la fe.

A los niños les enseñamos a relacionarse con Dios a través de metáforas y dibujos, y le damos más peso a la margarita que le hace ver a Dios, que la propia imagen compleja de un Dios Trinidad. Y es normal, no podemos hacer pastoral sin tener en cuenta la valoración de las capacidades del sujeto. No lo haríamos bien.

¿Cuál es el problema? Pues que como lo infantil parece que se entiende mejor, es más blando, más chuli y emociona más, a niños y a mayores, nos quedamos en esa fase del proceso. Eso no permite a muchos crecer en Dios, confrontarse –por verdad y por honestidad– con las grandes preguntas sin respuestas fáciles de nuestra fe. Hace poco, una familia me comentaba que a los hijos no se atrevían a contarle que el abuelo había muerto; sino que preferían decirles que se habían marchado al cielo de viaje y estaban desde allí, mirando y esperando. Para los niños, puedo entenderlo. Pero es que creo que tal y como lo decían, ellos mismos no se atrevían a hacerse la pregunta por lo que nuestra fe entiende con la resurrección de los muertos, quizás por compleja, quizás por falta de fuerza, o por el siempre hecho de que es más fácil quedarse con la idea bonita e infantil del viaje.

Eso ocurre también con las imágenes de Dios. Si hoy Jesús nos preguntase, como hizo con los discípulos, ¿quién soy yo para vosotros? Estoy convencido de las respuestas que daríamos. Algunas de ellas aprendidas cuando éramos niños (vaya por delante que no es que parezcan malas). Dios es el papaíto, el amigo, el compañero… pero a muy pocos se les ocurrirá decir el Señor de todas las cosas, el Hijo de Dios, el Mesías… son más teológicas y menos vivenciales. Se me ocurre que así pasa con las personas. Ya, con los amigos, cuando crecemos hay planes que nos parecen de niños: ¿fiesta hasta las tantas? Y siempre hay uno, el más coherente que dice, ya no tenemos edad para trasnochar. Son más planes de conversación tranquila, de disfrutar de la presencia y de compartir la vida. No sé si esto podríamos aplicarlo a nuestra pastoral cuando tengamos que diseñar algo para otros: ¿les ayudamos a crecer en la fe? ¿a madurar en el principio y fundamento de nuestra vida cristiana?

 

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