Resulta llamativo el interés que Jesús mostró por la infancia. Todos los evangelistas lo señalan, aunque lo expresen de forma distinta. En Marcos, escuchamos a Jesús afirmar con tono amenazante: «Al que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar» (Mc 9). En un tiempo como el nuestro en el que afloran, dentro y fuera de la Iglesia, numerosos escándalos en relación con el abuso de menores, estas palabras adquieren por desgracia una urgente actualidad.

En Lucas, sin embargo, Jesús no condena tanto el escándalo, sino que se compara él mismo con un niño, recordando esa inversión de valores tan típica de su predicación. Aquellos que se hacen últimos, pequeños, como niños, serán los primeros, los más grandes: «El que acoge a este niño en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí acoge al que me ha enviado. El más pequeño de vosotros es el más importante» (Lc 9).

Pero la infancia no es sólo una metáfora del enorme valor de lo pequeño, también es un ideal, un camino a seguir, una puerta de acceso al Reino. Así lo expresa Mateo: «En verdad os digo que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18).

Ahora bien: ¿Qué significa esta sorprendente invitación a hacerse como niños? ¿Es una invitación a comportarse de modo infantil? ¿Es una propuesta de regresión a la infancia? Juan, en otro pasaje memorable, pone en boca de Nicodemo esta duda de un modo explícito. Ante la sorprendente afirmación de Jesús –«En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios»– pregunta desconcertado: «¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?» (Jn 3). Resulta evidente que la propuesta de regresar al útero materno es absurda. Pero Jesús no estaba proponiendo un nuevo nacimiento biológico, sino un renacimiento de tipo espiritual.

La infancia es una referencia imprescindible del mensaje evangélico porque representa la época de la vida más permeable, más maleable y más abierta a la novedad del Espíritu y a la acción de Dios. Tanto es así que, en la historia de la espiritualidad cristiana, la infancia no se ha comprendido como una etapa que concluye con la adolescencia, como una etapa que conviene superar. Al contrario, se concibe como un objetivo, una meta, un ideal. O, dicho de otro modo, la infancia no es solo memoria del pasado, es también luz que se proyecta hacia el futuro.

Esta es la intuición que desarrollaron posteriormente numerosos místicos, como Teresita de Lisieux, en su esfuerzo por hacerse como niños, por nacer de nuevo, por regresar a la fuente originaria de la experiencia religiosa. Al fin y al cabo, la llamada a descubrir la infancia espiritual entronca con uno de los pilares de la fe cristiana: la convicción de que Dios se encarna, se hace niño, para venir un mundo. Es el misterio que contemplamos en Navidad, y para el que nos preparamos durante el Adviento. El niño Jesús simboliza la presencia de Dios en lo pequeño, en lo frágil, en lo vulnerable. Representa la posibilidad de un nuevo inicio para el ser humano.

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