Salta a los medios de comunicación una noticia que, si es cierta, estremece. Un matrimonio australiano contrata una madre de alquiler en Tailandia. Cuando esta da a luz mellizos, al darse cuenta de que uno de los dos sufre varias discapacidades, deciden quedarse solo con la que está sana y se la llevan a Australia, dejando al niño atrás. La noticia está dando la vuelta al mundo, y provoca reacciones adversas -como no puede ser de otra manera-.
No basta con indignarse por la falta de catadura moral de esos padres. Es necesaria una reflexión sobre la lógica subyacente a ese acto. Esa lógica es la de la vida a la carta: “Si te lo puedes permitir, paga por aquello que no consigues por otros medios. Y elígelo con las prestaciones que te parezcan convenientes”. Esa lógica tal vez valdría para un coche, un ordenador, o una casa, pero estamos hablando de la vida humana. Estos son los extremos a los que conduce una visión egoísta de la paternidad, que, lejos de percibir a los hijos como una bendición y quizás la mayor responsabilidad que cabe en la vida, los percibe como un derecho y un objeto de consumo afectivo. Supongo que esas personas no querían “cargar” con un hijo enfermo, sino “disfrutar” de un hijo sano, que les diese todas las satisfacciones del mundo. Pero la vida no puede ser eso, un enorme supermercado donde tan pronto compras productos, como experiencias, emociones o historias. No puede ser un gran laboratorio donde jugamos a ser dioses y a la omnipotencia sin límites morales. Ni puede ser el gran bazar de la perfección a la carta, donde la discapacidad, la limitación o la fragilidad es vista como un mal que hay que evitar a cualquier precio.
La humanidad ha de ser más que eso.