Echó un último vistazo antes de cerrar el taller y se sintió contrariado. El tocón que había tenido que descartar parecía retarlo desde la penumbra. Había trabajado ya la forma de las alas pero la veta que apareció en el centro del rostro le impedía continuar. No lograba hundir la gubia en aquella franja seca y un embate mal calculado habría terminado por agrietar la pieza entera. Creyó que era mejor dejar las cosas como estaban, echó el cerrojo con un ademán brusco y se marchó.
Sin apenas alzar la vista, fue abriéndose paso en la negrura hasta llegar a casa. Aún no vivían juntos, así que no lo esperaba nadie al otro lado. Un enjambre de voces empezó a sobrevolar su cabeza. Llegaba puntual, como cada jornada. Y, con él, todo lo demás. Después de lo que ella le había contado, los días se sucedían sin alteración aparente: ni una caricia de menos, ni un labrado de más. Lo peor, en realidad, eran las noches. La oscuridad lo vencía y, perdidas las riendas de la cordura, los miedos se desparramaban hasta cubrirlo todo. Cada madrugada, aquel zumbido sombrío se enquistaba un poco más, dejándolo tirado a medio camino entre la zozobra y la resignación. «Hoy no me quedo aquí –pensó–, no otra noche más». Y se precipitó de vuelta al trabajo con la esperanza de doblegar su tristeza a golpe de cincel.
De camino, fue rumiando la conversación –no más de cuatro frases– que había cambiado el aire de sus rostros. Seguían encontrándose el uno en el otro pero ahora se miraban con un gesto inédito, como oriundo de un tercero misterioso. Muchos pensaban que aquel suceso intempestivo les habría separado sin remedio, abriendo entre ellos la sima de una traición imperdonable. No sería así. Ni él ni ella se sentían lejos, aunque esa nueva presencia hubiera hecho temblar la tierra bajo sus pies.
Nada más llegar, despejó la mesa y tomó el leño con brío. Desechó enseguida la idea de seguir avanzando a través de la veta y se lanzó a perfilar los pliegues de la túnica. A cada aullido de su soledad respondía con un empellón firme en la madera. Y en una mezcla de frenesí y agotamiento, cayó rendido al sueño. Entonces ocurrió. En la entraña misma de su noche. El tronco se inclinó sobre él y lo cubrió con su sombra. Cuando despertó, la veta seguía ahí, pero habían mudado su dureza y su color. Desperezó la espalda, se frotó los ojos y retiró algunas virutas enredadas en su barba. Tardó un poco en darse cuenta, pero notó el rumor. Dejando caer los párpados, creyó percibir un eco reciente de palabras antiguas: «No temas, José, hijo de David…».
Unos instantes después, se alzó y dejó el taller, llevando entre sus brazos la figura a medio esculpir. La colocó delicadamente en la hornacina que llevaba años vacía sobre el dintel de su puerta, encendió un candil y salió a su encuentro. Ella reconoció enseguida la imagen y su veta. Lo buscó sonriendo con la mirada. Y cruzaron juntos el umbral.