Llevan ya tiempo caminando. En poco más de media hora harán el giro en el que vean, por última vez, el pueblo. Apenas un puñado de casas esparcidas por la colina. Después, solo quedará rebuscar en la memoria para volver al hogar.
«¿Qué será de nosotros?» pensaba María. La amenaza de muerte a su recién nacido supuso un duro golpe. Además, en poco tiempo habían vivido muchas emociones y sorpresas. Aún tenía cerca las palabras del anciano que, en la puerta del Templo, le dijo aquellas palabras que ahora parecían empezar a cumplirse… «¿se referiría a esto?».
En ese momento el niño se despierta y busca a su madre. El pequeño apenas había notado que estaban en camino gracias al balanceo regular de la burrica y el calor de los brazos de su madre. Pero ahora empezaba a agitarse. María lo cambia de posición y lo mira. La angustia de una y el malestar del otro se disipan ante la seguridad que provoca cuando se mira al amor frente a frente. Nada calma más a un niño que la protección de su madre. Y nada consuela más a una madre que contemplar a su hijo. «Mientras estemos juntos, seguiremos adelante», pensó María.
Algo así se venía repitiendo José desde que salieron de casa. Él iba delante, conduciendo a la burrica, con el horizonte ante sí y con tantas dudas como estrellas hay en el cielo. Aun así se repetía «¿no vivieron esto nuestros antepasados Moisés, Jacob y Abrahán? ¿no son nuestras raíces la de transeúntes buscadores de Dios? ¿no llevamos el exilio en nuestros genes?»… «Pero ¡cómo cuesta!». Y es que las cosas se pueden tener muy claras y asumidas, pero un desgarro escuece, aunque uno esté seguro de que lo va a sufrir.
El despuntar del alba sorprendió a la familia ocupada en sus preguntas y miradas. El contraste era abrumador. Cuando en el alma de María y de José la tiniebla amenazaba con cubrirlo todo, la belleza y la luz emergieron con una fuerza casi irrespetuosa, iluminando a la vez campos y miedos.
María se emociona, a José un suspiro se le escapa y el niño balbucea lo que puede. Van huyendo, no saben de qué ni por qué, pero no les queda otra. Van con lo puesto, pero no sin nada. Son hijos del pueblo de la promesa y si algo saben es que Dios no falla, que no hay valles oscuros en los que Dios no sea guía y sosiego.
El punto para mirar atrás pasó. Y ellos no pararon. Quizás no se dieron cuenta o quizás mirar les distrajo mirar hacia delante. Lo cierto es que siguen su camino.