El tiempo de verano, acá por Buenos Aires, significa para mí algo de descanso y de necesaria distensión, pasado entre momentos para una oración más gratuita, seres queridos, deporte y algunas películas también. Una tarde de paseo, recuerdo el eco insistente de una escena muy sencilla: uno de los personajes, en una producción típica de Hollywood, representando abiertamente –en la ficción– su condición de honesto católico creyente. «¿Por qué me habrá impactado tanto esa expresión?», pensaba yo sorprendido…
La sensación entremezcla desconcierto y admiración, confusión y esperanza, vivencia que voy vinculando a otras varias de la vida cotidiana: cuando veo un sticker de la Virgen en un auto o el brazo de un empleado tatuado con el Sagrado Corazón, cuando el más extraño me llama padre –en vez de «señor» como tantos otros– o cuando, desde mi ventana, descubro la infinidad de personas que al pasar por la puerta de la parroquia se persignan con la Señal de la Cruz.
De nuevo, ¿por qué tanto impacto de aquellas expresiones tan simples? Es que es tan doloroso el seguimiento de Jesús cuando pareciera que uno va a contramano de los demás, que encontrar reflejos de caminar en una dirección semejante regala una satisfacción desproporcionada.
No son tiempos en los que ser católico traiga mucha honra, socialmente hablando. Seguramente hay lugares y culturas más o menos hostiles, pero creo que muchos confirmarían esta moción. En un sentido, la dificultad de convivir en contextos en los que ya no sólo no se aprueba sino que se reprueba la fe cristiana, de modo más o menos agresivo, creo que nos puede pesar a la mayoría de los creyentes. Lo digo sin victimismos y con el mayor de los respetos a quienes sufren verdadera persecución por la fe, que no es el caso donde yo estoy, pero con sinceridad, también, de que esto resulta una carga. En otro sentido, encuentro yo la dificultad de un misterioso y excesivo «pudor confesional». ¿Como si la fe se hubiera «privatizado»? Como si rezar juntos, hablar de Dios o mostrarse católico viniera atravesado por una timidez avergonzada, incluso entre hermanos en la fe.
Descubro detrás de este respeto extremo una intención de no presionar al otro, de no fastidiar con un proselitismo que en otras épocas pudo haber forzado o atropellado con poca delicadeza los espíritus personales; incluso, en positivo, descubro un deseo de demostrar incondicionalidad en el amor, que uno no ama al otro por creer lo mismo sino por ser un hermano en la humanidad, porque el Dios que sigo es amor y amante de todos y de cada uno, y que esto a veces es el testimonio encarnado de un anuncio que no solo habla de amor sino que realiza de modo amable y amante.
Pero también, quiero admitirlo, a veces el respeto, la delicada pedagogía o la timidez cruzan a la orilla de la cobardía, y recomiendo con más pasión una hamburguesería que alguna manifestación hacia el amor de Dios. ¡Dios nos libre de estos puritanismos que ocultan lo mejor que tenemos para ofrecer! También nos siga librando Dios de atropellar con proselitismos, por cierto. Y aumente nuestra fe, mi fe, en que no estamos solos, en que el mensaje de Jesús transformó –salvó– de verdad infinidad de vidas y trae realmente una buena noticia para los corazones humanos. Que hay mucha buena gente creyendo y hay mucha gente queriendo creer, esperando compartir este seguimiento.
«¿Cómo creer, sin haber oído hablar de él? ¿Y cómo oír hablar de él, si nadie lo predica?» (Rom 10, 14). Por aquellos valientes que me contaron tu Nombre, te alabo, Señor. Y porque muchos sigamos pronunciando tu Nombre, te lo ruego, Señor.